Reconozco no haber
leído hasta ahora nada del escritor argentino, aunque nacionalizado francés, Julio Cortázar (1914-1984). Siguiendo
las indicaciones de una de mis estimadas seguidoras del blog, accedí a
sumergirme en el relato recomendado en cuestión. Mi sorpresa fue mayúscula al
encontrarme con el talento narrativo de este singular escritor; considerado por
muchos como uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, más
si cabe por su forma de hacer una literatura poco convencional tanto en sus
relatos cortos como prosa poética. Quizá mi atracción inmediata al leer, y leer
y releer por varias veces “La
continuidad de los parques” quedó confirmada al narrar de magistral forma,
una temática que personalmente siempre me ha atraído: el paralelismo entre la fantasía y la realidad. Con ello quiero
decir que, si tienen la suerte de dejar caer entre sus manos este relato, o
dejarse llevar en este caso por lo que a continuación les transcribo, comprobarán
la carga de simbolismo que hay en cada uno de sus párrafos:
LA CONTINUIDAD DE LOS PARQUES:
“Había empezado a leer la
novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una
carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de
los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo
hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su
mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer
los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes
de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y
sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia
las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las
caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la
figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía
su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía
apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin
mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña.
Ella
debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió
un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva
del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y
no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres
peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la
cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela”.
Opinión
personal:
El título de la obra es
ya de por sí muy significativo. Comprobaréis que el autor “juega” con el
paralelismo entre dos mundos, dos realidades que subyacen dentro de una misma
historia. Basándose en lo que llamaríamos literatura fantástica (por la que
siento gran devoción), los parques son el enlace que existe entre las dos
dimensiones existentes: la del lector y la de los amantes. A continuación añadiré
que el relato podría perfectamente dividirse en dos partes bien diferenciadas:
la primera referida al lector y el desarrollo del cuento o relato (contada al
mismo tiempo por un narrador omnisciente o exterior), y una segunda que no es
más que la fusión entre ambas ficciones, con un desenlace inesperado.
En cuanto a los
personajes… ninguno tiene desperdicio. Trazados con simples retazos, el
escritor nos describe personalidades contradictorias. El personaje lector nos
lo podemos imaginar cómo un hombre de negocios, esmerado, metódico y de muy
buena posición social. No le gusta perder el tiempo, ni siquiera leyendo en un
tren. La lectura solo es un pasatiempo en su quehacer diario. Lo importante en
su vida son los negocios y por ello discute con el mayordomo y se hace cargo
del apoderado. Es la representación del “materialismo”. Así mismo, le gusta
recrearse en sus lujos, en sus momentos de asueto, en el dulce placer del tacto
sobre el terciopelo de su sillón verde. Un nuevo símbolo aparece en escena con
el sillón. Éste será el reclamo para que quien lea el libro descubra la
realidad a la que se enfrenta.
Por otra parte,
aparecen los amantes en la segunda escena. En principio no son más que la simple lectura del
hombre rico que se recrea en su lectura. El ritmo de la lectura se hace más
intenso, más vivo, repleto de imágenes donde el narrador se alía al lector.
Aquí entraría en juego un segundo mundo. Un mundo (el bosque y la escondida
cabaña) donde todo es más abrupto, más duro, menos cómodo que una mansión. La
rama golpea en la cara del hombre… ella intenta besarle con ternura, él se
retrae bruscamente dándole a entender que no ha venido al encuentro para
amoríos. En esta ocasión no. Algo más tenebroso como el propio asesinato les ha
llevado hasta allí. Pasión y vileza se cogen de la mano asombrosamente: “El
puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada” con
esta frase el autor pone en alerta al lector. Algo extraño, poco deseable...
puede ocurrir. Se utiliza metafóricamente “un arroyo de serpientes” como algo
maligno, mal intencionado que puede suponer el logro de su libertad, la libertad
de dos enamorados que viven el amor prohibido. Todo está planeado, es el
momento donde se toma la decisión de separarse para abrir paso al futuro, un
futuro prometedor. La última mirada del amante la dirige hacia ella cuando ésta se aleja; refleja su estado de ansiedad,
su deseo de coger fuerzas para lo que tiene encomendado. Entonces aparecen las
primeras señas de identidad de la casa del lector: los perros, el mayordomo
ausente… y un detalle de genialidad que me asombró al releer la obra: Un peldaño
(su mundo de amor escondido, la ficción), dos peldaños (el hogar del enemigo,
la realidad) y tres peldaños (el desenlace, la unión entre los dos mundos).
Finalmente, todo ocurre vertiginosamente, casi sin tiempo a desviar nuestra
atención: el hombre que está leyendo, el sillón verde…
Simplemente: ¡Impresionante!
Charles Blake.
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