CHARLES BLAKE

Para soñadores que como yo, plasman sus pensamientos sobre un papel en blanco.

sábado, 20 de julio de 2013

LOS MUNDOS DE SARA CAP. PRIMERO



LOS MUNDOS DE SARA: DIARIO DE LA SHIVAD

 
CAPÍTULO PRIMERO
Amistad


A
 lomos del bello corcel, el aire  impregnaba mi rostro de multitud de aromas. Mi espíritu se sentía desprovisto de cadenas, libre como los pájaros y disfrutando de cada segundo como si ya no hubiese más. El olor a hierbas frescas, las amplias y verdes praderas; todo lo que me rodeaba era simplemente perfecto. Mis manos se aferraban fuertemente al cuello del caballo, con la naricilla pegada a su pelaje de terciopelo. Sentía como cada zancada de éste, me hacía casi flotar entre la alfombra de flores.
-            ¡Más rápido, más rápido! Me gritaba a mi misma mientras el sonoro galope me llevaba hasta la lejanía.
El riachuelo estaba cerca, justo a la entrada del bosque de álamos blancos. La luz del sol bajó su intensidad nada más adentrarnos entre las alargadas columnas con  pies recubiertos de musgo.
La hojarasca crepitaba a cada paso de mi montura. Pequeños haces de leve luminosidad traspasaban la arboleda. Al poco tiempo, las fuertes pisadas tocaron una suave y húmeda hierba de verde intenso. Durante un tiempo eterno me dejé llevar por la belleza del lugar, su invisible musicalidad.  El silencio fue interrumpido por el alegre tintineo de la corriente. El agua jugueteaba con cada piedra, espumeaba con cada pirueta producida al chocar con la naturaleza allí presente y acariciaba con  extrema delicadeza la ribera arcillosa.
Mientras desmontaba saboreando el dulce sonido, la respiración forzada del caballo me indicaba el acierto de la parada. Recogí unas florecillas silvestres de tono azulado y entonces la llamé:
- ¡Winny! ¿Dónde andas Winny?
Busqué con la mirada entre los espesos matorrales hasta que apareció alegremente de la nada. Sus delicadas alitas se movían rítmicamente como si siguieran una cadencia musical. Se posó en mi hombro, como solía hacer por costumbre, con una amplia sonrisa y ojitos de princesa.
-       Mi pequeña hada, ¡tengo tantas cosas que contarte! ¿Has visto  qué día más maravilloso? Siéntate  a mi lado y contempla este ramillete de flores. Las he recogido solo para ti.

-       ¡Sara, es hora de bajar, la comida está en la mesa! ¡Saraaaaa!.
Mis ojos se abrieron lentamente. Una vez más, mi abuela me hacía volver a la realidad bruscamente. Tumbada sobre la cama, con las manos entrelazadas y piernas entreabiertas, volví a ver aquella ridícula lámpara infantil que tanto odiaba, colgando de una cadenita por encima de mi cabeza. Entonces me fijé en sus detalles; de los brazos que nacían justo del centro, brotaba una especie de margarita con sonrisa  atontada y el color rosa de toda la estructura, no hacía más que recordarme el cursi regalo que tuvo mi madre en mi sexto cumpleaños. ¡Dios mamá, tengo casi catorce años! ¿Y si algún día caía accidentalmente?...
-          ¡Saraaaaa!
-            ¡Ya voy, ya voy! Salté de la cama tanteando con los pies las esquivas zapatillas pero con el todavía regusto de mis recuerdos. El precioso corcel blanco, el tibio olor a campo, mi hada de los bosques…
Era evidente que me encantaba soñar con lugares inimaginables, lejanos y porqué no: mágicos. Podría decirse que siempre fui una chica extraña y algo cabezota, pero me encantaba verme tal y como era. ¿Por qué debería cambiar?
Mis parientes lejanos, haciendo acopio de sus dotes de psicología infantil, solían decir que en cierto modo era lo lógico, justificando su brillante teoría analítica en base a mi desdichada infancia, pero nada más lejos de la realidad. ¡Yo era una chica feliz!
Bien es cierto que teniendo muy pocos años, mi padre nos abandonó, ni un adiós, ni tan siquiera una carta de despedida. Tuve que acostumbrarme muy pronto a su ausencia, de hecho solo tengo vagos recuerdos de sus facciones si no fuera por las antiguas fotos. Es una historia que nunca fue terminada de contar. Mi madre estaba siempre ocupada, de la oficina a casa, de la casa a la oficina y así sucesivamente. El trabajo era lo más importante en su vida.
 Ahora acabábamos de mudarnos, cerrando la última página de lo que pareció ser un matrimonio feliz, todavía recordado pero no reconocido y abriendo el índice de una nueva etapa junto a mi  abuela. Un prometedor puesto de responsabilidad en la inmobiliaria así lo requería y encima, suponía un empujón a nuestra maltrecha economía.
No había tiempo para muchas charlas madre e hija ni tampoco  para compartir juegos y confidencias, pero es justo indicar que la abuela, la pesada y adorable abuela Elena, cubrió por completo de amor y dedicación mis primeros años de infancia.
En cuanto aprendí a leer con tan solo 4 años de edad, se abrió un amplio abanico de posibilidades. Ya no hacían falta los mimos de la abuela, simplemente leía y releía dejándome llevar por las fantásticas aventuras de los personajes de mis libros. Me imaginaba a mí misma recorriendo el mundo en busca de aventuras, convertida en toda una heroína de valor indiscutible.
En fin, si tuviera que definirme, lo haría con tres palabras: como una chica inquieta, algo rebelde y  bastante solitaria. Bueno, solitaria hasta un buen día en  que conocí a Daniel. Aún puedo recordar su mirada atónita. Fue el mismo  día que el Cuerpo de Bomberos se desplazó hasta mi jardín para bajarme del árbol.
Apenas llevábamos unos días en la casa nueva cuando descubrí un hermoso nogal al final del porche. Al parecer, la familia anterior había olvidado retirar una pequeña casucha posada entre las altas ramas de éste, fruto de dos hijos incorregibles.
- ¡Un  castillo entre las nubes!  -Imaginé al instante.

A las pocas horas y tras largos esfuerzos para deshacerme de la atención de la abuela, trepé hasta la torre de mi fortaleza con tan mala suerte, que algunas maderas fueron cayéndose en el camino. ¡Qué emocionante! Justo cuando decidí acabar mi aventura por ese día, fui consciente del problema al que me enfrentaba. Era imposible desandar el camino que me llevó hasta allí. La altura era considerable y mi espíritu aventurero quedó  pronto reducido como un azucarillo en el café.
 La abuela estuvo al borde del colapso al ver mis delgadas piernas salir de entre las altas ramas y las sirenas, las mismas de las películas de acción donde los buenos suelen perseguir a los malos, sonaron a los pocos minutos. Fue todo un espectáculo para una ciudad tan acostumbrada a la monotonía.
Casi todo el vecindario se acercó alarmado para ver lo que sucedía. Entre los presentes se encontraba un chico de aspecto aniñado y el rostro bañado de pecas. Lo primero que me llamó la atención de él fue ver su cara de bobo mirando hacia arriba. Sus vaqueros con peto, dejaban entrever que uno de los tirantes estaba descolgado del hombro. De su bolsillo izquierdo asomaban tres grandes lápices que advertían de su caída si el chico daba un ligero salto. Por otra parte, una de sus manos aferraba un cuaderno rojizo de tapa dura.
Con el tiempo descubrí la  importancia que para Daniel tenían sus utensilios, eran como apéndices de su cuerpo y tuve muy claro desde los primeros días que jamás se separaría de ellos.
La jornada terminó como no podía ser de otra forma. Primero una larga reprimenda por parte del agente de policía, seguida de la de un bombero con espeso bigote que apenas le dejaba ver el movimiento de sus labios. Posteriormente y para rematar, tuve que aguantar estoicamente la reprimenda de mi abuela. Cuando ya pensé que todo había terminado, fue mi madre la que finalizó el espectáculo teatral, solo que en vez de aplausos por el desenlace de la obra, hubo gritos y abucheos por la actuación de la actriz, o sea, yo. Aquello supuso el penoso honor de tres días de ausencia de libertad y el confinamiento cuartelario.
Recuerdo incluso, cómo algunas señoras miraban con desaprobación la conducta de la chiquilla recién llegada y susurraban descaradamente mi falta de decoro y educación. Algunos chicos del barrio rieron a carcajadas,  mofándose de la cara de tomate  que se me puso al ser bajada como un fardo de patatas por los fuertes brazos de estibador del apaga incendios de turno. Todos menos el de los lápices en el bolsillo, ése seguía mirándome sin pestañear. Aquella famosa tarde se convirtió en preámbulo de una fama bien merecida, la de chica rara e incorregible.
Fue toda una faena el día de la dichosa cabaña en las alturas  y las consecuencias no se hicieron esperar en los días que siguieron; inimaginables diría yo,  ya que pude comprobar ese mismo lunes, que en mi primer día de colegio, todos los alumnos me seguirían con la mirada nada más cruzar la verja de entrada.
Ninguna chica de clase permitió que me sentara a su lado. Yo ya era famosa sin ayuda de nadie. Tampoco  en la hora del recreo hubo tregua, nadie se dignó a dirigirme la palabra. Se daba por sentado que me había convertido en un bicho raro. A ninguna muchacha de buena familia se le pasaría por la cabeza el trepar a un árbol, y menos con un vestido. Eso solo estaba destinado al disfrute de los chicos, portadores del inigualable gen de la virilidad. Tuve que escuchar incluso como una niña de largas coletas le decía a la otra en pleno pasillo que días antes me habían visto pasear por la calle con un gran sapo de ojos saltones entre mis manos.
¿Qué tiene de malo pasear con un sapo? ¿Acaso nadie siendo niño ha cogido alguna vez cualquier bicho viviente encontrado en el camino?
Cuando ya pensaba que mi corta vida se presumía terrible y llena de incomprensión, alguien se acercó y me ofreció parte de su bocadillo. Al levantar la vista, reconocí al pecoso muchacho de la libreta roja. Apenas susurraba las palabras salidas de su boca y había que hacer un esfuerzo por oírlo. Quizás no quería que lo vieran hablando con la loca del árbol. No obstante, el chico sonreía con gesto humilde mientras resoplaba su rebelde flequillo.
-            Me llamo Daniel. Vivo dos calles más abajo de tu casa.
-            Imagino. – dije con cierta desgana.
-            El otro día te vi.  –Soltó Daniel de improviso con un hilillo de voz.
-            Lo sé. También verías a medio pueblo y a los bomberos. No hace falta que me lo recuerdes.
-            No era esa mi intención. –volvió a susurrar mirándose los zapatos-. Simplemente  me gustaría saber el nombre de la chica que tuvo el valor de subir tan alto.
Aquellas palabras sinceras me hicieron cambiar el gesto. Por fin alguien era capaz de apreciar mis aptitudes olvidando los usos o costumbres remilgados que toda chica de bien había de poseer. ¡Y encima era un chico quien lo hacía!
A partir de ese momento supe que no iba a ser un  bicho raro; ahora seríamos dos, un dúo de  “bichos raros”   vigilados por la inmensa lupa de la ignorancia y los falsos prejuicios. Pero aunque a veces hay que pagar un alto precio por ser diferente a los demás, aquello fue el comienzo de una larga, larga amistad.
Los siguientes días fueron como agua y aceite, es decir, una mezcla de alegría y amargura en parecidas dosis. Los ratos con Daniel se convirtieron en fuente de nuevas emociones, eso era indudable y las clases con el profesor Tobías en todo un descubrimiento, convirtiéndolas siempre en amenas e interesantes, llenas de conocimiento y retos por descubrir pero por otra parte, era evidente que a los ojos de otros chicos, no éramos precisamente alguien con quien contar. No solían elegirnos para los juegos de patio. Daniel era demasiado patoso y yo, según muchos, demasiado “impetuosa”.
Rápidamente fuimos convirtiéndonos en inseparables y al mismo tiempo en las víctimas propiciatorias de Oscar. Desde el primer día había algo que no me gustaba de él. Era un chico de gran estatura y rostro serio, de pelo rapado y hombros de boxeador. Se sentaba al final de la clase y la gente decía que no tenía padres. Fuentes de dudosa credibilidad chismorreaban que vivía con una tía lejana, una mujer algo mayor que intentaba sacar algo bueno de él, pero lo cierto es  que dedicaba las tardes a deambular sin rumbo fijo por las calles de la ciudad, siempre acompañado de sus amigotes de corte siniestro y hasta altas horas de la noche. A menudo se encontraba metido en líos pero solía salir victorioso gracias a su voraz lengua y una inteligencia criada bajo las normas más estrictas de supervivencia. Creó fama de chico temible y más de uno conoció en sus propias carnes la fuerza bruta de sus puños. Era el típico brabucón de escuela que le interesaba todo menos aprender algo útil que le convirtiera en hombre de provecho.
Lo primero que empezó a hacer para dejar clara su posición en el mundo, fue quitarle a Daniel el desayuno de forma sistemática. Recuerdo que el primer día que lo hizo, me empujó con tal fuerza que caí de bruces en el patio de chinos del colegio. La consecuencia inmediata fue una gran raspadura tanto en cara como en manos así como mi reconocimiento de que por muy aventurera que fuera, tenía limitaciones evidentes en cuanto a proporcionalidad, masa corporal y concretamente en aquellos casos donde hubiera enfrentamiento directo. Pronto nos dimos cuenta que era mejor no meternos en líos con él. El diálogo no entraba en su diccionario de la vida. Yo me llevaba doble desayuno y así compartíamos la comida.
Aquella costumbre se fue convirtiendo en una rutina que rápidamente aburrió al salvaje de Oscar. Si no lograba encontrar bocadillos en una u otra mochila, lo siguiente que se le pasó por su pelada cabeza fue el tirar la bandeja de comida cuando al mediodía entrábamos al comedor. A eso le siguieron las  zancadillas “sin querer”, las arañas en las mochilas, chicle en los asientos y multitud de ideas maquiavélicas que provocaran nuestra humillación pública.
No solía haber grandes reprimendas por parte de los adultos por su conducta, ya que se tenía muy en cuenta su cara de chico arrepentido y el ambiente familiar tan desfavorable en el que vivía. Así que lo más inteligente fue evitar aquellos  encuentros no deseados en la medida de lo posible. Al fin y al cabo, el colegio era bastante grande.
Las tardes se convirtieron en nuestra tabla de salvación y las aprovechábamos al máximo hasta la inevitable llamada de nuestras madres para la ducha de rigor y la cena de despedida del día. Nos contábamos historias fantásticas, jugábamos en los trigales de las afueras y lo mejor de todo; Daniel dibujaba a cada momento escenas de nuestras aventuras aunque su especialidad favorita consistía en detallar  flores y  animales. ¡Era un magnífico dibujante! Su talento no concordaba con la edad y lo curioso del caso es que jamás enseñaba los dibujos. Eran su tesoro más preciado y sólo una buena amiga, tenía el privilegio de poder disfrutarlos.
También hablábamos durante interminables horas de las clases de ciencias, los experimentos con el profesor Tobías y sus magníficas clases de Historia. Así pasaban los días y la adaptación a mi nueva vida… hasta que un día ocurrió algo inesperado.
Nuestro querido amigo Oscar, con evidentes síntomas de echarnos de menos, había decidido dar una vuelta por mi casa. Veníamos por el camino del parque, pedaleando nuestras bicicletas alegremente,  cuando llegamos al porche de entrada. La visión fue espeluznante. El hermoso jardín que con tanto cuidado y mimo había creado mi abuela Elena, se encontraba deshecho por completo. Las rosas estaban desgarradas y arrancadas, las hermosas hortensias pisoteadas y la tierra de los grandes macetones, desparramada  por todos lados. Era como si un ciclón hubiera pasado por allí. 

Susi, la chica pelirroja de grandes coletas, confirmó nuestros peores presagios. Media hora antes, Oscar y sus chicos se habían pasado por allí para hacerme una visita de cortesía.
 Por  el tono de voz empleado, se podía vislumbrar que la chica se sentía satisfecha del resultado y no apesadumbrada por lo ocurrido como hubiera sido lógico esperar. En cambio, su mirada parecía decirnos: “¿Lo veis? ¿Qué os creíais siendo tan raros como sois?”.
Daniel clavó sus rodillas sobre la tierra, con cara desencajada.
-       No te preocupes Daniel, hablaré con mi abuela y lo arreglaremos.    – Dije con el mayor convencimiento que pude-. Pronto todo volverá a crecer. Será como antes, ya lo verás.
El muchacho pecoso no abrió la boca, ni pareció escuchar las palabras de consuelo, parecía incluso más afectado que yo.  Entonces vi como sacaba de sus bolsillos los lápices de dibujo. Abrió el cuaderno con página en blanco y se dispuso a pintar un hermoso jardín. Me quedé ensimismada viendo como deslizaba cada trazo en todas las direcciones. Allí mismo, sentados y absortos, fuimos viendo como poco a poco daba color a cada uno de sus tallos, flores y plantas sin echar cuentas al tiempo que en ello dedicaba. Pintaba enérgicamente, casi hechizado por su propio talento artístico. Tras pasar un largo rato, posé mi mano en uno de sus hombros:  
-       ¡Es precioso Daniel!
Se limitó a mirarme fijamente. Muy despacio. Sus ojos parecían decirme algo, pero la desesperación o el miedo a lo inexplicable quedaban reflejados en su rostro, inundado de pequeñas manchitas sudorosas sobre la piel. Luego giró la cabeza en dirección al desmantelado jardín de mi abuela hasta quedarse perdido en sus pensamientos. Apesadumbrada me dejé llevar por su mirada extraña y cuando vi lo que tenía delante, no pude  entender  la  asombrosa visión que se mostraba ante mí, majestuosa…
¡El jardín estaba tal y como había sido el día anterior!: Los macetones presumían de  grandes hojas que se desplegaban en todo su esplendor, las rosas se erguían  con tallo arrogante, mirando  al cielo y las flores de cada seto, se encargaban de cubrir con su fino manto de color, la fértil tierra roja.
-       Hasta mañana Sara, ya es muy tarde… Tengo que irme. –Susurró encogiéndose de hombros.
Daniel recogió sus cosas con prontitud y dándome la espalda, se dirigió calle abajo. No quería respuestas, no deseaba preguntas.
Aunque hubiera querido, resultaba imposible articular palabra. Intentaba digerir lo que había ocurrido instantes antes sin llegar a una conclusión satisfactoria. Aquella noche no pude conciliar bien el sueño.
El día siguiente se presentó lluvioso desde primera hora.  Desayuné casi sin mediar palabra con mi abuela. Mi madre, una hora antes de bajar yo, ya estaba metida en su coche camino del trabajo. A veces tenía la extraña sensación  de no saber si tan siquiera vivía con nosotras. Cada vez coincidíamos menos. Ella siempre trabajaba y yo siempre estaba  encerrada en mi habitación o en el campo, paseando con mi mejor amigo.
Cogí el abrigo, la mochila y salí de casa como una autómata con la batería recargada. El cielo estaba encapotado, bañado de un gris tristón y a mí me gustaba sentir como caían las ligeras gotas de lluvia fresca sobre la capucha. Ni siquiera abrí el paraguas. Necesitaba refrescar las ideas y aclarar la mente.
Mi abuela me dejó merendar en casa de Daniel, haciéndome prometer primero que no saldríamos de su casa en toda la tarde. Durante la mañana, salvo los “buenos días” de rigor, apenas pudimos cruzar palabra en clase. Después en el recreo, momento idóneo para abordarle, me fue esquivo sin disimulo y encima, para remate final, la lluvia traicionera impidió consumir el tiempo de asueto. Con ese panorama volví a entrar en clase y allí sentada,  sin otra cosa mejor que hacer, me dejé llevar por el sonido  de fondo que las palabras del profesor Tobías dejaban flotar en el aire. Hablaba de las partes de la Tierra, se ajustaba el nudo de la corbata elegantemente  y repetía que el planeta tenía solo tres capas conocidas. Los seres vivos, unos más que otros cuando recordaba a la secretaria quedarse dormida en la ventanilla de recepción, vivíamos  en la más superficial, la llamada corteza terrestre. Engullía sus palabras teñidas a media voz, mientras la lluvia golpeaba los cristales rítmicamente. ¡Era curioso! Nunca había pensado que tan solo unos 30 km de profundidad eran lo máximo a lo que mis pies podían llegar, más o menos la misma distancia hasta mi ciudad natal. Según palabras del profesor, aunque quisiéramos hacer un enorme agujero, sería como llegar a la cáscara de una naranja o poco más, hablando metafóricamente, claro. Todo lo que fuera penetrar a más profundidad de la Tierra, estaba irradiado de un calor tan enorme que se hacía insoportable para la vida humana.
¡Nuestro planeta como una naranja! Buena comparación -pensé.
Pero mi mente volvía a martillearme una y otra vez con mi amigo Daniel. Allí estaba él, sentado con gesto sombrío en una esquina del aula y con mirada perdida. Tenía lo que quedaba de tarde para hablar del tema y finalmente, terminó aceptando la invitación de muy mala gana por cierto, en cuanto sonó la sirena del final del día. Mientras introducía los libros en la mochila lo abordé sin dejarle escapatoria. ¡Nos veríamos después de las cinco!
Estaba ansiosa por llegar. Aligeraba el paso en cada charco que me encontraba por el camino, serpenteando los reflejos que el agua estancada se resistía a dejar marchar. La tarde seguía gris, inundada de nubes soñolientas que deseaban volver a llorar. Los árboles me miraban tristes, mojados y moviendo ligeramente sus brazos con cada vaivén del viento.
Unos pasos más adelante,  frente a mí,  apareció un gran vallado. La residencia parapetada tras las tablas de blanco roto, estaba justo al final de la calle. Si la orientación no me fallaba, torciendo unos pasos más a la derecha, aparecía la segunda manzana de viviendas residenciales entre las que se encontraba la de Daniel. Nunca había prestado mayor atención a una de las tantas casas similares de la zona, pero sin saber muy bien el porqué, el cuerpo me demandaba observarla con mayor detenimiento. A cada extremo de la parcela, se erguían ostentosamente dos grandes olmos centenarios de corteza limpia y pardusca que con sus ramas abiertas, parecían querer cogerse de la mano. Eché involuntariamente un vistazo al interior del jardín. De puntillas apenas podía ver nada, mi estatura no daba para más. Así que decidí trepar ligeramente aferrándome a los postes de madera desvencijada.
La primera impresión que se me pasó por la cabeza es que tanto el jardín como la casa que se vislumbraba al fondo, hacían juego con los dos grandes árboles de la entrada, descuidados y melancólicos. El aspecto del jardín abandonado daba a entender la falta de atención que había debido de tener durante años.   Matojos de todo tipo y tamaño crecían indiscriminadamente entre la hierba mal cortada. Igualmente, la fachada de la enorme casa reflejaba la decadencia de lo que hubo de ser en otra época. El deterioro era evidente. La pintura estaba desgastada en algunas zonas, incluso algunos maderos parecían quebrarse por el tiempo. En cuanto a la entrada principal, provista de un porche con columnas de piedra, empezaba a ser  absorbida por la maleza silvestre y algunas de sus ventanas, las de la planta superior, aparecían cerradas con grandes tablones viejos. Quizá estuviera abandonada, imaginé.
Ensimismada en mis pensamientos me dejé transportar por el tren de la desbordante imaginación. La casa pudo estar habitada años atrás por una familia numerosa. El pequeño estanque del que se dejaba entrever un tímido caño de agua, pudo ser presumiblemente uno de los rincones mágicos de aquel hogar. Allí, los niños de la casa con sus risas y correteos, habrían  pasado las largas tardes de juego. Un día de mucho calor, seguramente en verano, el más pequeño de la casa estuvo a punto de morir ahogado entre sus aguas mientras la madre cuidaba las gardenias del jardín. El joven jardinero contratado por los dueños de la casa, un chico bien parecido de cabellos tostados por el sol, tuvo que salir en su auxilio nada más oír los gritos desesperados. En ágil movimiento, se lanzó de un salto al remanso de aguas profundas, mientras la mamá del pequeño  lloraba ostensiblemente y corría desconsolada hacia el lugar. Tras segundos interminables de angustia e incertidumbre, la figura del muchacho emergió de las aguas con un pequeño niño entre sus brazos.
Mientras las imágenes corrían velozmente por mi mente, los abiertos ojos se posaron de repente en una figura inmóvil. De forma instantánea, desaparecieron todos los pensamientos que ocupaban mi fantasía. El jardinero, la mamá y el bebé se desvanecieron por donde habían venido y sólo mi retina quedó fijada en un punto concreto de la casa.
Justo al lado de la frondosa columnata de la entrada, aparecía la estampa de un gran perro petrificado. Al principio pensé que sería la típica estatua de entrada al hogar, hecha de piedra y de grandes dimensiones, tallada toscamente aunque dotada de cierto realismo. Pero algo en mi fuero interno me decía que no iba bien encaminada. Su pelaje grisáceo con motas blancas  tenía volumen, la postura era de algún modo demasiado natural… así que de nuevo empecé a dudar. La impactante imagen quiso llevar la contraria a mi aguzado sentido visual, pues  aquella figura no movía ni un solo músculo, no parecía respirar por alguna parte escondida de su portentoso cuerpo. Su mirada estaba clavada impertérrita en mi dirección, algo por otra parte poco casual. Reclinado sobre sus estilizadas patas, mostraba una pose nada amigable. Al igual que en la cámara fotográfica de mamá, me esforcé por acercar mis ojos al objetivo. Su mirada era terrorífica… ojos negros, boca contraída, cuello erguido.
Las manos no respondían a mis órdenes y mi zoom no podía dejar de mirarlo. No sé cuánto tiempo pasó pero sé que se hizo interminable. Al fin, mi cuerpo volvió a obedecerme y deslicé lentamente una de mis piernas buscando tocar el suelo de la acera. Durante un instante deje de mirar al frente para no perder el equilibrio y justo cuando volví a levantar la mirada, mientras ordenaba a mi otra pierna que siguiera a la primera, la estatua ya no estaba en el mismo sitio.
Un escalofrío recorrió intensamente mi espalda y cuello. Los busqué de un barrido desesperadamente. Mis cinco sentidos me ponían en alerta, algo no iba bien y yo seguía allí colgada como un pelele.
El sonido de la maleza me sacó del estado de shock. El perro se dirigía en alocada carrera justo hacia mi posición y sus largos colmillos me avisaban de que no había sido bienvenida a aquel inhóspito lugar. Salté desesperada hacia atrás golpeándome irremediablemente contra el duro y mojado suelo. No se escuchaba ni un ladrido. Ni siquiera un gruñido digno del mejor de los guardianes. 

Sentada frente a la valla, intentaba recuperar el aliento, que se había quedado atrás, colgado más arriba de la baranda, mientras mi desbocado corazón palpitaba sobre el pecho intentando salir. Seguía el silencio. Al tomar conciencia poco a poco de la situación, me reí de mi misma pensando en lo tonta y cobarde que podría llegar a ser. ¡Una arriesgada exploradora asustada por la difusa imagen de un chucho pulgoso!  Calada hasta los huesos, me jacté de la ridícula escena cuando de forma inesperada,  un fuerte chasquido golpeó las tablas del vallado y me devolvió de nuevo a la realidad.  Ahora sí podía percibir como una sensación maligna, con una fuerza descomunal, había astillado la madera misma y dejaba escapar su feroz aliento  por entre las minúsculas  rendijas. Chillé sacando todo el aire de los pulmones y me levanté de la acera como un resorte, echando a correr calle abajo y batiendo mis mejores marcas. No paré hasta llegar a la misma entrada de la casa de Daniel.
El muchacho estaba sentado en el escalón de su desván con la mirada boba de siempre. Nunca dejaban de asombrarle las cosas que me ocurrían. Su gesto de sorpresa no necesitaba palabras con qué adornar. Sabía perfectamente que algo había ocurrido.

1 comentario:

  1. Charles no tengo la dirección de tu correo y no he podido contestarte a tus maravillosas y sinceras palabras. Pero ha sido una suerte, así he tenido la oportunidad de leer el primer capítulo de tu estrenado libro, que me ha envuelto como una nube con la mejor prosa que podía esperar. Es una delicia . Me encantará tenerlo entre mis manos.
    Gracias sinceras, los mensajes como el tuyo no pueden esperar hasta Septiembre.
    Un beso.

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