CHARLES BLAKE

Para soĂąadores que como yo, plasman sus pensamientos sobre un papel en blanco.

sĂĄbado, 20 de julio de 2013

LOS MUNDOS DE SARA CAP. PRIMERO



LOS MUNDOS DE SARA: DIARIO DE LA SHIVAD

 
CAPÍTULO PRIMERO
Amistad


A
 lomos del bello corcel, el aire  impregnaba mi rostro de multitud de aromas. Mi espĂ­ritu se sentĂ­a desprovisto de cadenas, libre como los pĂĄjaros y disfrutando de cada segundo como si ya no hubiese mĂĄs. El olor a hierbas frescas, las amplias y verdes praderas; todo lo que me rodeaba era simplemente perfecto. Mis manos se aferraban fuertemente al cuello del caballo, con la naricilla pegada a su pelaje de terciopelo. SentĂ­a como cada zancada de ĂŠste, me hacĂ­a casi flotar entre la alfombra de flores.
-            ÂĄMĂĄs rĂĄpido, mĂĄs rĂĄpido! Me gritaba a mi misma mientras el sonoro galope me llevaba hasta la lejanĂ­a.
El riachuelo estaba cerca, justo a la entrada del bosque de ĂĄlamos blancos. La luz del sol bajĂł su intensidad nada mĂĄs adentrarnos entre las alargadas columnas con  pies recubiertos de musgo.
La hojarasca crepitaba a cada paso de mi montura. PequeĂąos haces de leve luminosidad traspasaban la arboleda. Al poco tiempo, las fuertes pisadas tocaron una suave y hĂşmeda hierba de verde intenso. Durante un tiempo eterno me dejĂŠ llevar por la belleza del lugar, su invisible musicalidad.  El silencio fue interrumpido por el alegre tintineo de la corriente. El agua jugueteaba con cada piedra, espumeaba con cada pirueta producida al chocar con la naturaleza allĂ­ presente y acariciaba con  extrema delicadeza la ribera arcillosa.
Mientras desmontaba saboreando el dulce sonido, la respiraciĂłn forzada del caballo me indicaba el acierto de la parada. RecogĂ­ unas florecillas silvestres de tono azulado y entonces la llamĂŠ:
- ÂĄWinny! ÂżDĂłnde andas Winny?
BusquĂŠ con la mirada entre los espesos matorrales hasta que apareciĂł alegremente de la nada. Sus delicadas alitas se movĂ­an rĂ­tmicamente como si siguieran una cadencia musical. Se posĂł en mi hombro, como solĂ­a hacer por costumbre, con una amplia sonrisa y ojitos de princesa.
-       Mi pequeĂąa hada, ÂĄtengo tantas cosas que contarte! ÂżHas visto  quĂŠ dĂ­a mĂĄs maravilloso? SiĂŠntate  a mi lado y contempla este ramillete de flores. Las he recogido solo para ti.

-       ÂĄSara, es hora de bajar, la comida estĂĄ en la mesa! ÂĄSaraaaaa!.
Mis ojos se abrieron lentamente. Una vez mĂĄs, mi abuela me hacĂ­a volver a la realidad bruscamente. Tumbada sobre la cama, con las manos entrelazadas y piernas entreabiertas, volvĂ­ a ver aquella ridĂ­cula lĂĄmpara infantil que tanto odiaba, colgando de una cadenita por encima de mi cabeza. Entonces me fijĂŠ en sus detalles; de los brazos que nacĂ­an justo del centro, brotaba una especie de margarita con sonrisa  atontada y el color rosa de toda la estructura, no hacĂ­a mĂĄs que recordarme el cursi regalo que tuvo mi madre en mi sexto cumpleaĂąos. ÂĄDios mamĂĄ, tengo casi catorce aĂąos! ÂżY si algĂşn dĂ­a caĂ­a accidentalmente?...
-          ÂĄSaraaaaa!
-            ÂĄYa voy, ya voy! SaltĂŠ de la cama tanteando con los pies las esquivas zapatillas pero con el todavĂ­a regusto de mis recuerdos. El precioso corcel blanco, el tibio olor a campo, mi hada de los bosques…
Era evidente que me encantaba soĂąar con lugares inimaginables, lejanos y porquĂŠ no: mĂĄgicos. PodrĂ­a decirse que siempre fui una chica extraĂąa y algo cabezota, pero me encantaba verme tal y como era. ÂżPor quĂŠ deberĂ­a cambiar?
Mis parientes lejanos, haciendo acopio de sus dotes de psicologĂ­a infantil, solĂ­an decir que en cierto modo era lo lĂłgico, justificando su brillante teorĂ­a analĂ­tica en base a mi desdichada infancia, pero nada mĂĄs lejos de la realidad. ÂĄYo era una chica feliz!
Bien es cierto que teniendo muy pocos aĂąos, mi padre nos abandonĂł, ni un adiĂłs, ni tan siquiera una carta de despedida. Tuve que acostumbrarme muy pronto a su ausencia, de hecho solo tengo vagos recuerdos de sus facciones si no fuera por las antiguas fotos. Es una historia que nunca fue terminada de contar. Mi madre estaba siempre ocupada, de la oficina a casa, de la casa a la oficina y asĂ­ sucesivamente. El trabajo era lo mĂĄs importante en su vida.
 Ahora acabĂĄbamos de mudarnos, cerrando la Ăşltima pĂĄgina de lo que pareciĂł ser un matrimonio feliz, todavĂ­a recordado pero no reconocido y abriendo el Ă­ndice de una nueva etapa junto a mi  abuela. Un prometedor puesto de responsabilidad en la inmobiliaria asĂ­ lo requerĂ­a y encima, suponĂ­a un empujĂłn a nuestra maltrecha economĂ­a.
No habĂ­a tiempo para muchas charlas madre e hija ni tampoco  para compartir juegos y confidencias, pero es justo indicar que la abuela, la pesada y adorable abuela Elena, cubriĂł por completo de amor y dedicaciĂłn mis primeros aĂąos de infancia.
En cuanto aprendĂ­ a leer con tan solo 4 aĂąos de edad, se abriĂł un amplio abanico de posibilidades. Ya no hacĂ­an falta los mimos de la abuela, simplemente leĂ­a y releĂ­a dejĂĄndome llevar por las fantĂĄsticas aventuras de los personajes de mis libros. Me imaginaba a mĂ­ misma recorriendo el mundo en busca de aventuras, convertida en toda una heroĂ­na de valor indiscutible.
En fin, si tuviera que definirme, lo harĂ­a con tres palabras: como una chica inquieta, algo rebelde y  bastante solitaria. Bueno, solitaria hasta un buen dĂ­a en  que conocĂ­ a Daniel. AĂşn puedo recordar su mirada atĂłnita. Fue el mismo  dĂ­a que el Cuerpo de Bomberos se desplazĂł hasta mi jardĂ­n para bajarme del ĂĄrbol.
Apenas llevĂĄbamos unos dĂ­as en la casa nueva cuando descubrĂ­ un hermoso nogal al final del porche. Al parecer, la familia anterior habĂ­a olvidado retirar una pequeĂąa casucha posada entre las altas ramas de ĂŠste, fruto de dos hijos incorregibles.
- ÂĄUn  castillo entre las nubes!  -ImaginĂŠ al instante.

A las pocas horas y tras largos esfuerzos para deshacerme de la atenciĂłn de la abuela, trepĂŠ hasta la torre de mi fortaleza con tan mala suerte, que algunas maderas fueron cayĂŠndose en el camino. ÂĄQuĂŠ emocionante! Justo cuando decidĂ­ acabar mi aventura por ese dĂ­a, fui consciente del problema al que me enfrentaba. Era imposible desandar el camino que me llevĂł hasta allĂ­. La altura era considerable y mi espĂ­ritu aventurero quedĂł  pronto reducido como un azucarillo en el cafĂŠ.
 La abuela estuvo al borde del colapso al ver mis delgadas piernas salir de entre las altas ramas y las sirenas, las mismas de las pelĂ­culas de acciĂłn donde los buenos suelen perseguir a los malos, sonaron a los pocos minutos. Fue todo un espectĂĄculo para una ciudad tan acostumbrada a la monotonĂ­a.
Casi todo el vecindario se acercĂł alarmado para ver lo que sucedĂ­a. Entre los presentes se encontraba un chico de aspecto aniĂąado y el rostro baĂąado de pecas. Lo primero que me llamĂł la atenciĂłn de ĂŠl fue ver su cara de bobo mirando hacia arriba. Sus vaqueros con peto, dejaban entrever que uno de los tirantes estaba descolgado del hombro. De su bolsillo izquierdo asomaban tres grandes lĂĄpices que advertĂ­an de su caĂ­da si el chico daba un ligero salto. Por otra parte, una de sus manos aferraba un cuaderno rojizo de tapa dura.
Con el tiempo descubrĂ­ la  importancia que para Daniel tenĂ­an sus utensilios, eran como apĂŠndices de su cuerpo y tuve muy claro desde los primeros dĂ­as que jamĂĄs se separarĂ­a de ellos.
La jornada terminĂł como no podĂ­a ser de otra forma. Primero una larga reprimenda por parte del agente de policĂ­a, seguida de la de un bombero con espeso bigote que apenas le dejaba ver el movimiento de sus labios. Posteriormente y para rematar, tuve que aguantar estoicamente la reprimenda de mi abuela. Cuando ya pensĂŠ que todo habĂ­a terminado, fue mi madre la que finalizĂł el espectĂĄculo teatral, solo que en vez de aplausos por el desenlace de la obra, hubo gritos y abucheos por la actuaciĂłn de la actriz, o sea, yo. Aquello supuso el penoso honor de tres dĂ­as de ausencia de libertad y el confinamiento cuartelario.
Recuerdo incluso, cĂłmo algunas seĂąoras miraban con desaprobaciĂłn la conducta de la chiquilla reciĂŠn llegada y susurraban descaradamente mi falta de decoro y educaciĂłn. Algunos chicos del barrio rieron a carcajadas,  mofĂĄndose de la cara de tomate  que se me puso al ser bajada como un fardo de patatas por los fuertes brazos de estibador del apaga incendios de turno. Todos menos el de los lĂĄpices en el bolsillo, ĂŠse seguĂ­a mirĂĄndome sin pestaĂąear. Aquella famosa tarde se convirtiĂł en preĂĄmbulo de una fama bien merecida, la de chica rara e incorregible.
Fue toda una faena el dĂ­a de la dichosa cabaĂąa en las alturas  y las consecuencias no se hicieron esperar en los dĂ­as que siguieron; inimaginables dirĂ­a yo,  ya que pude comprobar ese mismo lunes, que en mi primer dĂ­a de colegio, todos los alumnos me seguirĂ­an con la mirada nada mĂĄs cruzar la verja de entrada.
Ninguna chica de clase permitiĂł que me sentara a su lado. Yo ya era famosa sin ayuda de nadie. Tampoco  en la hora del recreo hubo tregua, nadie se dignĂł a dirigirme la palabra. Se daba por sentado que me habĂ­a convertido en un bicho raro. A ninguna muchacha de buena familia se le pasarĂ­a por la cabeza el trepar a un ĂĄrbol, y menos con un vestido. Eso solo estaba destinado al disfrute de los chicos, portadores del inigualable gen de la virilidad. Tuve que escuchar incluso como una niĂąa de largas coletas le decĂ­a a la otra en pleno pasillo que dĂ­as antes me habĂ­an visto pasear por la calle con un gran sapo de ojos saltones entre mis manos.
ÂżQuĂŠ tiene de malo pasear con un sapo? ÂżAcaso nadie siendo niĂąo ha cogido alguna vez cualquier bicho viviente encontrado en el camino?
Cuando ya pensaba que mi corta vida se presumĂ­a terrible y llena de incomprensiĂłn, alguien se acercĂł y me ofreciĂł parte de su bocadillo. Al levantar la vista, reconocĂ­ al pecoso muchacho de la libreta roja. Apenas susurraba las palabras salidas de su boca y habĂ­a que hacer un esfuerzo por oĂ­rlo. QuizĂĄs no querĂ­a que lo vieran hablando con la loca del ĂĄrbol. No obstante, el chico sonreĂ­a con gesto humilde mientras resoplaba su rebelde flequillo.
-            Me llamo Daniel. Vivo dos calles mĂĄs abajo de tu casa.
-            Imagino. – dije con cierta desgana.
-            El otro dĂ­a te vi.  –SoltĂł Daniel de improviso con un hilillo de voz.
-            Lo sĂŠ. TambiĂŠn verĂ­as a medio pueblo y a los bomberos. No hace falta que me lo recuerdes.
-            No era esa mi intenciĂłn. –volviĂł a susurrar mirĂĄndose los zapatos-. Simplemente  me gustarĂ­a saber el nombre de la chica que tuvo el valor de subir tan alto.
Aquellas palabras sinceras me hicieron cambiar el gesto. Por fin alguien era capaz de apreciar mis aptitudes olvidando los usos o costumbres remilgados que toda chica de bien habĂ­a de poseer. ÂĄY encima era un chico quien lo hacĂ­a!
A partir de ese momento supe que no iba a ser un  bicho raro; ahora serĂ­amos dos, un dĂşo de  “bichos raros”   vigilados por la inmensa lupa de la ignorancia y los falsos prejuicios. Pero aunque a veces hay que pagar un alto precio por ser diferente a los demĂĄs, aquello fue el comienzo de una larga, larga amistad.
Los siguientes días fueron como agua y aceite, es decir, una mezcla de alegría y amargura en parecidas dosis. Los ratos con Daniel se convirtieron en fuente de nuevas emociones, eso era indudable y las clases con el profesor Tobías en todo un descubrimiento, convirtiéndolas siempre en amenas e interesantes, llenas de conocimiento y retos por descubrir pero por otra parte, era evidente que a los ojos de otros chicos, no éramos precisamente alguien con quien contar. No solían elegirnos para los juegos de patio. Daniel era demasiado patoso y yo, según muchos, demasiado “impetuosa”.
RĂĄpidamente fuimos convirtiĂŠndonos en inseparables y al mismo tiempo en las vĂ­ctimas propiciatorias de Oscar. Desde el primer dĂ­a habĂ­a algo que no me gustaba de ĂŠl. Era un chico de gran estatura y rostro serio, de pelo rapado y hombros de boxeador. Se sentaba al final de la clase y la gente decĂ­a que no tenĂ­a padres. Fuentes de dudosa credibilidad chismorreaban que vivĂ­a con una tĂ­a lejana, una mujer algo mayor que intentaba sacar algo bueno de ĂŠl, pero lo cierto es  que dedicaba las tardes a deambular sin rumbo fijo por las calles de la ciudad, siempre acompaĂąado de sus amigotes de corte siniestro y hasta altas horas de la noche. A menudo se encontraba metido en lĂ­os pero solĂ­a salir victorioso gracias a su voraz lengua y una inteligencia criada bajo las normas mĂĄs estrictas de supervivencia. CreĂł fama de chico temible y mĂĄs de uno conociĂł en sus propias carnes la fuerza bruta de sus puĂąos. Era el tĂ­pico brabucĂłn de escuela que le interesaba todo menos aprender algo Ăştil que le convirtiera en hombre de provecho.
Lo primero que empezĂł a hacer para dejar clara su posiciĂłn en el mundo, fue quitarle a Daniel el desayuno de forma sistemĂĄtica. Recuerdo que el primer dĂ­a que lo hizo, me empujĂł con tal fuerza que caĂ­ de bruces en el patio de chinos del colegio. La consecuencia inmediata fue una gran raspadura tanto en cara como en manos asĂ­ como mi reconocimiento de que por muy aventurera que fuera, tenĂ­a limitaciones evidentes en cuanto a proporcionalidad, masa corporal y concretamente en aquellos casos donde hubiera enfrentamiento directo. Pronto nos dimos cuenta que era mejor no meternos en lĂ­os con ĂŠl. El diĂĄlogo no entraba en su diccionario de la vida. Yo me llevaba doble desayuno y asĂ­ compartĂ­amos la comida.
Aquella costumbre se fue convirtiendo en una rutina que rĂĄpidamente aburriĂł al salvaje de Oscar. Si no lograba encontrar bocadillos en una u otra mochila, lo siguiente que se le pasĂł por su pelada cabeza fue el tirar la bandeja de comida cuando al mediodĂ­a entrĂĄbamos al comedor. A eso le siguieron las  zancadillas “sin querer”, las araĂąas en las mochilas, chicle en los asientos y multitud de ideas maquiavĂŠlicas que provocaran nuestra humillaciĂłn pĂşblica.
No solĂ­a haber grandes reprimendas por parte de los adultos por su conducta, ya que se tenĂ­a muy en cuenta su cara de chico arrepentido y el ambiente familiar tan desfavorable en el que vivĂ­a. AsĂ­ que lo mĂĄs inteligente fue evitar aquellos  encuentros no deseados en la medida de lo posible. Al fin y al cabo, el colegio era bastante grande.
Las tardes se convirtieron en nuestra tabla de salvaciĂłn y las aprovechĂĄbamos al mĂĄximo hasta la inevitable llamada de nuestras madres para la ducha de rigor y la cena de despedida del dĂ­a. Nos contĂĄbamos historias fantĂĄsticas, jugĂĄbamos en los trigales de las afueras y lo mejor de todo; Daniel dibujaba a cada momento escenas de nuestras aventuras aunque su especialidad favorita consistĂ­a en detallar  flores y  animales. ÂĄEra un magnĂ­fico dibujante! Su talento no concordaba con la edad y lo curioso del caso es que jamĂĄs enseĂąaba los dibujos. Eran su tesoro mĂĄs preciado y sĂłlo una buena amiga, tenĂ­a el privilegio de poder disfrutarlos.
También hablábamos durante interminables horas de las clases de ciencias, los experimentos con el profesor Tobías y sus magníficas clases de Historia. Así pasaban los días y la adaptación a mi nueva vida… hasta que un día ocurrió algo inesperado.
Nuestro querido amigo Oscar, con evidentes sĂ­ntomas de echarnos de menos, habĂ­a decidido dar una vuelta por mi casa. VenĂ­amos por el camino del parque, pedaleando nuestras bicicletas alegremente,  cuando llegamos al porche de entrada. La visiĂłn fue espeluznante. El hermoso jardĂ­n que con tanto cuidado y mimo habĂ­a creado mi abuela Elena, se encontraba deshecho por completo. Las rosas estaban desgarradas y arrancadas, las hermosas hortensias pisoteadas y la tierra de los grandes macetones, desparramada  por todos lados. Era como si un ciclĂłn hubiera pasado por allĂ­. 

Susi, la chica pelirroja de grandes coletas, confirmĂł nuestros peores presagios. Media hora antes, Oscar y sus chicos se habĂ­an pasado por allĂ­ para hacerme una visita de cortesĂ­a.
 Por  el tono de voz empleado, se podĂ­a vislumbrar que la chica se sentĂ­a satisfecha del resultado y no apesadumbrada por lo ocurrido como hubiera sido lĂłgico esperar. En cambio, su mirada parecĂ­a decirnos: “¿Lo veis? ÂżQuĂŠ os creĂ­ais siendo tan raros como sois?”.
Daniel clavĂł sus rodillas sobre la tierra, con cara desencajada.
-       No te preocupes Daniel, hablarĂŠ con mi abuela y lo arreglaremos.    â€“ Dije con el mayor convencimiento que pude-. Pronto todo volverĂĄ a crecer. SerĂĄ como antes, ya lo verĂĄs.
El muchacho pecoso no abriĂł la boca, ni pareciĂł escuchar las palabras de consuelo, parecĂ­a incluso mĂĄs afectado que yo.  Entonces vi como sacaba de sus bolsillos los lĂĄpices de dibujo. AbriĂł el cuaderno con pĂĄgina en blanco y se dispuso a pintar un hermoso jardĂ­n. Me quedĂŠ ensimismada viendo como deslizaba cada trazo en todas las direcciones. AllĂ­ mismo, sentados y absortos, fuimos viendo como poco a poco daba color a cada uno de sus tallos, flores y plantas sin echar cuentas al tiempo que en ello dedicaba. Pintaba enĂŠrgicamente, casi hechizado por su propio talento artĂ­stico. Tras pasar un largo rato, posĂŠ mi mano en uno de sus hombros:  
-       ÂĄEs precioso Daniel!
Se limitĂł a mirarme fijamente. Muy despacio. Sus ojos parecĂ­an decirme algo, pero la desesperaciĂłn o el miedo a lo inexplicable quedaban reflejados en su rostro, inundado de pequeĂąas manchitas sudorosas sobre la piel. Luego girĂł la cabeza en direcciĂłn al desmantelado jardĂ­n de mi abuela hasta quedarse perdido en sus pensamientos. Apesadumbrada me dejĂŠ llevar por su mirada extraĂąa y cuando vi lo que tenĂ­a delante, no pude  entender  la  asombrosa visiĂłn que se mostraba ante mĂ­, majestuosa…
ÂĄEl jardĂ­n estaba tal y como habĂ­a sido el dĂ­a anterior!: Los macetones presumĂ­an de  grandes hojas que se desplegaban en todo su esplendor, las rosas se erguĂ­an  con tallo arrogante, mirando  al cielo y las flores de cada seto, se encargaban de cubrir con su fino manto de color, la fĂŠrtil tierra roja.
-       Hasta maĂąana Sara, ya es muy tarde… Tengo que irme. –SusurrĂł encogiĂŠndose de hombros.
Daniel recogiĂł sus cosas con prontitud y dĂĄndome la espalda, se dirigiĂł calle abajo. No querĂ­a respuestas, no deseaba preguntas.
Aunque hubiera querido, resultaba imposible articular palabra. Intentaba digerir lo que habĂ­a ocurrido instantes antes sin llegar a una conclusiĂłn satisfactoria. Aquella noche no pude conciliar bien el sueĂąo.
El dĂ­a siguiente se presentĂł lluvioso desde primera hora.  DesayunĂŠ casi sin mediar palabra con mi abuela. Mi madre, una hora antes de bajar yo, ya estaba metida en su coche camino del trabajo. A veces tenĂ­a la extraĂąa sensaciĂłn  de no saber si tan siquiera vivĂ­a con nosotras. Cada vez coincidĂ­amos menos. Ella siempre trabajaba y yo siempre estaba  encerrada en mi habitaciĂłn o en el campo, paseando con mi mejor amigo.
CogĂ­ el abrigo, la mochila y salĂ­ de casa como una autĂłmata con la baterĂ­a recargada. El cielo estaba encapotado, baĂąado de un gris tristĂłn y a mĂ­ me gustaba sentir como caĂ­an las ligeras gotas de lluvia fresca sobre la capucha. Ni siquiera abrĂ­ el paraguas. Necesitaba refrescar las ideas y aclarar la mente.
Mi abuela me dejĂł merendar en casa de Daniel, haciĂŠndome prometer primero que no saldrĂ­amos de su casa en toda la tarde. Durante la maĂąana, salvo los “buenos dĂ­as” de rigor, apenas pudimos cruzar palabra en clase. DespuĂŠs en el recreo, momento idĂłneo para abordarle, me fue esquivo sin disimulo y encima, para remate final, la lluvia traicionera impidiĂł consumir el tiempo de asueto. Con ese panorama volvĂ­ a entrar en clase y allĂ­ sentada,  sin otra cosa mejor que hacer, me dejĂŠ llevar por el sonido  de fondo que las palabras del profesor TobĂ­as dejaban flotar en el aire. Hablaba de las partes de la Tierra, se ajustaba el nudo de la corbata elegantemente  y repetĂ­a que el planeta tenĂ­a solo tres capas conocidas. Los seres vivos, unos mĂĄs que otros cuando recordaba a la secretaria quedarse dormida en la ventanilla de recepciĂłn, vivĂ­amos  en la mĂĄs superficial, la llamada corteza terrestre. EngullĂ­a sus palabras teĂąidas a media voz, mientras la lluvia golpeaba los cristales rĂ­tmicamente. ÂĄEra curioso! Nunca habĂ­a pensado que tan solo unos 30 km de profundidad eran lo mĂĄximo a lo que mis pies podĂ­an llegar, mĂĄs o menos la misma distancia hasta mi ciudad natal. SegĂşn palabras del profesor, aunque quisiĂŠramos hacer un enorme agujero, serĂ­a como llegar a la cĂĄscara de una naranja o poco mĂĄs, hablando metafĂłricamente, claro. Todo lo que fuera penetrar a mĂĄs profundidad de la Tierra, estaba irradiado de un calor tan enorme que se hacĂ­a insoportable para la vida humana.
ÂĄNuestro planeta como una naranja! Buena comparaciĂłn -pensĂŠ.
Pero mi mente volvĂ­a a martillearme una y otra vez con mi amigo Daniel. AllĂ­ estaba ĂŠl, sentado con gesto sombrĂ­o en una esquina del aula y con mirada perdida. TenĂ­a lo que quedaba de tarde para hablar del tema y finalmente, terminĂł aceptando la invitaciĂłn de muy mala gana por cierto, en cuanto sonĂł la sirena del final del dĂ­a. Mientras introducĂ­a los libros en la mochila lo abordĂŠ sin dejarle escapatoria. ÂĄNos verĂ­amos despuĂŠs de las cinco!
Estaba ansiosa por llegar. Aligeraba el paso en cada charco que me encontraba por el camino, serpenteando los reflejos que el agua estancada se resistĂ­a a dejar marchar. La tarde seguĂ­a gris, inundada de nubes soĂąolientas que deseaban volver a llorar. Los ĂĄrboles me miraban tristes, mojados y moviendo ligeramente sus brazos con cada vaivĂŠn del viento.
Unos pasos mĂĄs adelante,  frente a mĂ­,  apareciĂł un gran vallado. La residencia parapetada tras las tablas de blanco roto, estaba justo al final de la calle. Si la orientaciĂłn no me fallaba, torciendo unos pasos mĂĄs a la derecha, aparecĂ­a la segunda manzana de viviendas residenciales entre las que se encontraba la de Daniel. Nunca habĂ­a prestado mayor atenciĂłn a una de las tantas casas similares de la zona, pero sin saber muy bien el porquĂŠ, el cuerpo me demandaba observarla con mayor detenimiento. A cada extremo de la parcela, se erguĂ­an ostentosamente dos grandes olmos centenarios de corteza limpia y pardusca que con sus ramas abiertas, parecĂ­an querer cogerse de la mano. EchĂŠ involuntariamente un vistazo al interior del jardĂ­n. De puntillas apenas podĂ­a ver nada, mi estatura no daba para mĂĄs. AsĂ­ que decidĂ­ trepar ligeramente aferrĂĄndome a los postes de madera desvencijada.
La primera impresiĂłn que se me pasĂł por la cabeza es que tanto el jardĂ­n como la casa que se vislumbraba al fondo, hacĂ­an juego con los dos grandes ĂĄrboles de la entrada, descuidados y melancĂłlicos. El aspecto del jardĂ­n abandonado daba a entender la falta de atenciĂłn que habĂ­a debido de tener durante aĂąos.   Matojos de todo tipo y tamaĂąo crecĂ­an indiscriminadamente entre la hierba mal cortada. Igualmente, la fachada de la enorme casa reflejaba la decadencia de lo que hubo de ser en otra ĂŠpoca. El deterioro era evidente. La pintura estaba desgastada en algunas zonas, incluso algunos maderos parecĂ­an quebrarse por el tiempo. En cuanto a la entrada principal, provista de un porche con columnas de piedra, empezaba a ser  absorbida por la maleza silvestre y algunas de sus ventanas, las de la planta superior, aparecĂ­an cerradas con grandes tablones viejos. QuizĂĄ estuviera abandonada, imaginĂŠ.
Ensimismada en mis pensamientos me dejĂŠ transportar por el tren de la desbordante imaginaciĂłn. La casa pudo estar habitada aĂąos atrĂĄs por una familia numerosa. El pequeĂąo estanque del que se dejaba entrever un tĂ­mido caĂąo de agua, pudo ser presumiblemente uno de los rincones mĂĄgicos de aquel hogar. AllĂ­, los niĂąos de la casa con sus risas y correteos, habrĂ­an  pasado las largas tardes de juego. Un dĂ­a de mucho calor, seguramente en verano, el mĂĄs pequeĂąo de la casa estuvo a punto de morir ahogado entre sus aguas mientras la madre cuidaba las gardenias del jardĂ­n. El joven jardinero contratado por los dueĂąos de la casa, un chico bien parecido de cabellos tostados por el sol, tuvo que salir en su auxilio nada mĂĄs oĂ­r los gritos desesperados. En ĂĄgil movimiento, se lanzĂł de un salto al remanso de aguas profundas, mientras la mamĂĄ del pequeĂąo  lloraba ostensiblemente y corrĂ­a desconsolada hacia el lugar. Tras segundos interminables de angustia e incertidumbre, la figura del muchacho emergiĂł de las aguas con un pequeĂąo niĂąo entre sus brazos.
Mientras las imĂĄgenes corrĂ­an velozmente por mi mente, los abiertos ojos se posaron de repente en una figura inmĂłvil. De forma instantĂĄnea, desaparecieron todos los pensamientos que ocupaban mi fantasĂ­a. El jardinero, la mamĂĄ y el bebĂŠ se desvanecieron por donde habĂ­an venido y sĂłlo mi retina quedĂł fijada en un punto concreto de la casa.
Justo al lado de la frondosa columnata de la entrada, aparecĂ­a la estampa de un gran perro petrificado. Al principio pensĂŠ que serĂ­a la tĂ­pica estatua de entrada al hogar, hecha de piedra y de grandes dimensiones, tallada toscamente aunque dotada de cierto realismo. Pero algo en mi fuero interno me decĂ­a que no iba bien encaminada. Su pelaje grisĂĄceo con motas blancas  tenĂ­a volumen, la postura era de algĂşn modo demasiado natural… asĂ­ que de nuevo empecĂŠ a dudar. La impactante imagen quiso llevar la contraria a mi aguzado sentido visual, pues  aquella figura no movĂ­a ni un solo mĂşsculo, no parecĂ­a respirar por alguna parte escondida de su portentoso cuerpo. Su mirada estaba clavada impertĂŠrrita en mi direcciĂłn, algo por otra parte poco casual. Reclinado sobre sus estilizadas patas, mostraba una pose nada amigable. Al igual que en la cĂĄmara fotogrĂĄfica de mamĂĄ, me esforcĂŠ por acercar mis ojos al objetivo. Su mirada era terrorĂ­fica… ojos negros, boca contraĂ­da, cuello erguido.
Las manos no respondĂ­an a mis Ăłrdenes y mi zoom no podĂ­a dejar de mirarlo. No sĂŠ cuĂĄnto tiempo pasĂł pero sĂŠ que se hizo interminable. Al fin, mi cuerpo volviĂł a obedecerme y deslicĂŠ lentamente una de mis piernas buscando tocar el suelo de la acera. Durante un instante deje de mirar al frente para no perder el equilibrio y justo cuando volvĂ­ a levantar la mirada, mientras ordenaba a mi otra pierna que siguiera a la primera, la estatua ya no estaba en el mismo sitio.
Un escalofrĂ­o recorriĂł intensamente mi espalda y cuello. Los busquĂŠ de un barrido desesperadamente. Mis cinco sentidos me ponĂ­an en alerta, algo no iba bien y yo seguĂ­a allĂ­ colgada como un pelele.
El sonido de la maleza me sacĂł del estado de shock. El perro se dirigĂ­a en alocada carrera justo hacia mi posiciĂłn y sus largos colmillos me avisaban de que no habĂ­a sido bienvenida a aquel inhĂłspito lugar. SaltĂŠ desesperada hacia atrĂĄs golpeĂĄndome irremediablemente contra el duro y mojado suelo. No se escuchaba ni un ladrido. Ni siquiera un gruĂąido digno del mejor de los guardianes. 

Sentada frente a la valla, intentaba recuperar el aliento, que se habĂ­a quedado atrĂĄs, colgado mĂĄs arriba de la baranda, mientras mi desbocado corazĂłn palpitaba sobre el pecho intentando salir. SeguĂ­a el silencio. Al tomar conciencia poco a poco de la situaciĂłn, me reĂ­ de mi misma pensando en lo tonta y cobarde que podrĂ­a llegar a ser. ÂĄUna arriesgada exploradora asustada por la difusa imagen de un chucho pulgoso!  Calada hasta los huesos, me jactĂŠ de la ridĂ­cula escena cuando de forma inesperada,  un fuerte chasquido golpeĂł las tablas del vallado y me devolviĂł de nuevo a la realidad.  Ahora sĂ­ podĂ­a percibir como una sensaciĂłn maligna, con una fuerza descomunal, habĂ­a astillado la madera misma y dejaba escapar su feroz aliento  por entre las minĂşsculas  rendijas. ChillĂŠ sacando todo el aire de los pulmones y me levantĂŠ de la acera como un resorte, echando a correr calle abajo y batiendo mis mejores marcas. No parĂŠ hasta llegar a la misma entrada de la casa de Daniel.
El muchacho estaba sentado en el escalĂłn de su desvĂĄn con la mirada boba de siempre. Nunca dejaban de asombrarle las cosas que me ocurrĂ­an. Su gesto de sorpresa no necesitaba palabras con quĂŠ adornar. SabĂ­a perfectamente que algo habĂ­a ocurrido.

1 comentario:

  1. Charles no tengo la direcciĂłn de tu correo y no he podido contestarte a tus maravillosas y sinceras palabras. Pero ha sido una suerte, asĂ­ he tenido la oportunidad de leer el primer capĂ­tulo de tu estrenado libro, que me ha envuelto como una nube con la mejor prosa que podĂ­a esperar. Es una delicia . Me encantarĂĄ tenerlo entre mis manos.
    Gracias sinceras, los mensajes como el tuyo no pueden esperar hasta Septiembre.
    Un beso.

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