LOS MUNDOS DE SARA: DIARIO DE LA SHIVAD
CAPĂTULO PRIMERO
Amistad
A
|
lomos
del bello corcel, el aire impregnaba mi
rostro de multitud de aromas. Mi espĂritu se sentĂa desprovisto de cadenas,
libre como los pĂĄjaros y disfrutando de cada segundo como si ya no hubiese mĂĄs.
El olor a hierbas frescas, las amplias y verdes praderas; todo lo que me
rodeaba era simplemente perfecto. Mis manos se aferraban fuertemente al cuello
del caballo, con la naricilla pegada a su pelaje de terciopelo. SentĂa como
cada zancada de ĂŠste, me hacĂa casi flotar entre la alfombra de flores.
-
ÂĄMĂĄs
rĂĄpido, mĂĄs rĂĄpido! Me gritaba a mi misma mientras el sonoro galope me llevaba
hasta la lejanĂa.
El riachuelo estaba cerca, justo a la entrada
del bosque de ĂĄlamos blancos. La luz del sol bajĂł su intensidad nada mĂĄs
adentrarnos entre las alargadas columnas con
pies recubiertos de musgo.
La hojarasca crepitaba a cada paso de mi
montura. PequeĂąos haces de leve luminosidad traspasaban la arboleda. Al poco
tiempo, las fuertes pisadas tocaron una suave y hĂşmeda hierba de verde intenso.
Durante un tiempo eterno me dejĂŠ llevar por la belleza del lugar, su invisible
musicalidad. El silencio fue
interrumpido por el alegre tintineo de la corriente. El agua jugueteaba con
cada piedra, espumeaba con cada pirueta producida al chocar con la naturaleza allĂ
presente y acariciaba con extrema delicadeza
la ribera arcillosa.
Mientras desmontaba saboreando el dulce
sonido, la respiraciĂłn forzada del caballo me indicaba el acierto de la parada.
RecogĂ unas florecillas silvestres de tono azulado y entonces la llamĂŠ:
- ÂĄWinny! ÂżDĂłnde andas Winny?
BusquĂŠ con la mirada entre los espesos matorrales
hasta que apareciĂł alegremente de la nada. Sus delicadas alitas se movĂan
rĂtmicamente como si siguieran una cadencia musical. Se posĂł en mi hombro, como
solĂa hacer por costumbre, con una amplia sonrisa y ojitos de princesa.
- Mi pequeĂąa hada, ÂĄtengo tantas cosas que contarte!
ÂżHas visto quĂŠ dĂa mĂĄs maravilloso?
SiĂŠntate a mi lado y contempla este
ramillete de flores. Las he recogido solo para ti.
- ÂĄSara, es hora de bajar, la comida estĂĄ en la
mesa! ÂĄSaraaaaa!.
Mis ojos se abrieron lentamente. Una vez mĂĄs,
mi abuela me hacĂa volver a la realidad bruscamente. Tumbada sobre la cama, con
las manos entrelazadas y piernas entreabiertas, volvĂ a ver aquella ridĂcula lĂĄmpara
infantil que tanto odiaba, colgando de una cadenita por encima de mi cabeza. Entonces
me fijĂŠ en sus detalles; de los brazos que nacĂan justo del centro, brotaba una
especie de margarita con sonrisa
atontada y el color rosa de toda la estructura, no hacĂa mĂĄs que
recordarme el cursi regalo que tuvo mi madre en mi sexto cumpleaĂąos. ÂĄDios
mamĂĄ, tengo casi catorce aĂąos! ÂżY si algĂşn dĂa caĂa accidentalmente?...
-
ÂĄSaraaaaa!
-
ÂĄYa
voy, ya voy! SaltĂŠ de la cama tanteando con los pies las esquivas zapatillas
pero con el todavĂa regusto de mis recuerdos. El precioso corcel blanco, el
tibio olor a campo, mi hada de los bosquesâŚ
Era evidente que me encantaba soĂąar con
lugares inimaginables, lejanos y porquĂŠ no: mĂĄgicos. PodrĂa decirse que siempre
fui una chica extraĂąa y algo cabezota, pero me encantaba verme tal y como era.
ÂżPor quĂŠ deberĂa cambiar?
Mis parientes lejanos, haciendo acopio de sus
dotes de psicologĂa infantil, solĂan decir que en cierto modo era lo lĂłgico,
justificando su brillante teorĂa analĂtica en base a mi desdichada infancia, pero
nada mĂĄs lejos de la realidad. ÂĄYo era una chica feliz!
Bien es cierto que teniendo muy pocos aĂąos,
mi padre nos abandonĂł, ni un adiĂłs, ni tan siquiera una carta de despedida.
Tuve que acostumbrarme muy pronto a su ausencia, de hecho solo tengo vagos
recuerdos de sus facciones si no fuera por las antiguas fotos. Es una historia
que nunca fue terminada de contar. Mi madre estaba siempre ocupada, de la
oficina a casa, de la casa a la oficina y asĂ sucesivamente. El trabajo era lo
mĂĄs importante en su vida.
Ahora
acabĂĄbamos de mudarnos, cerrando la Ăşltima pĂĄgina de lo que pareciĂł ser un
matrimonio feliz, todavĂa recordado pero no reconocido y abriendo el Ăndice de
una nueva etapa junto a mi abuela. Un
prometedor puesto de responsabilidad en la inmobiliaria asĂ lo requerĂa y
encima, suponĂa un empujĂłn a nuestra maltrecha economĂa.
No habĂa tiempo para muchas charlas madre e hija
ni tampoco para compartir juegos y confidencias,
pero es justo indicar que la abuela, la pesada y adorable abuela Elena, cubriĂł
por completo de amor y dedicaciĂłn mis primeros aĂąos de infancia.
En cuanto aprendĂ a leer con tan solo 4 aĂąos
de edad, se abriĂł un amplio abanico de posibilidades. Ya no hacĂan falta los
mimos de la abuela, simplemente leĂa y releĂa dejĂĄndome llevar por las
fantĂĄsticas aventuras de los personajes de mis libros. Me imaginaba a mĂ misma
recorriendo el mundo en busca de aventuras, convertida en toda una heroĂna de
valor indiscutible.
En fin, si tuviera que definirme, lo harĂa
con tres palabras: como una chica inquieta, algo rebelde y bastante solitaria. Bueno, solitaria hasta un
buen dĂa en que conocĂ a Daniel. AĂşn puedo
recordar su mirada atĂłnita. Fue el mismo
dĂa que el Cuerpo de Bomberos se desplazĂł hasta mi jardĂn para bajarme
del ĂĄrbol.
Apenas llevĂĄbamos unos dĂas en la casa nueva
cuando descubrĂ un hermoso nogal al final del porche. Al parecer, la familia
anterior habĂa olvidado retirar una pequeĂąa casucha posada entre las altas
ramas de ĂŠste, fruto de dos hijos incorregibles.
- ÂĄUn
castillo entre las nubes! -ImaginĂŠ
al instante.
A las pocas horas y tras largos esfuerzos
para deshacerme de la atenciĂłn de la abuela, trepĂŠ hasta la torre de mi
fortaleza con tan mala suerte, que algunas maderas fueron cayĂŠndose en el
camino. ÂĄQuĂŠ emocionante! Justo cuando decidĂ acabar mi aventura por ese dĂa,
fui consciente del problema al que me enfrentaba. Era imposible desandar el
camino que me llevĂł hasta allĂ. La altura era considerable y mi espĂritu
aventurero quedĂł pronto reducido como un
azucarillo en el cafĂŠ.
La
abuela estuvo al borde del colapso al ver mis delgadas piernas salir de entre
las altas ramas y las sirenas, las mismas de las pelĂculas de acciĂłn donde los
buenos suelen perseguir a los malos, sonaron a los pocos minutos. Fue todo un
espectĂĄculo para una ciudad tan acostumbrada a la monotonĂa.
Casi todo el vecindario se acercĂł alarmado
para ver lo que sucedĂa. Entre los presentes se encontraba un chico de aspecto
aniĂąado y el rostro baĂąado de pecas. Lo primero que me llamĂł la atenciĂłn de ĂŠl
fue ver su cara de bobo mirando hacia arriba. Sus vaqueros con peto, dejaban entrever
que uno de los tirantes estaba descolgado del hombro. De su bolsillo izquierdo asomaban
tres grandes lĂĄpices que advertĂan de su caĂda si el chico daba un ligero
salto. Por otra parte, una de sus manos aferraba un cuaderno rojizo de tapa
dura.
Con el tiempo descubrĂ la importancia que para Daniel tenĂan sus utensilios,
eran como apĂŠndices de su cuerpo y tuve muy claro desde los primeros dĂas que
jamĂĄs se separarĂa de ellos.
La jornada terminĂł como no podĂa ser de otra
forma. Primero una larga reprimenda por parte del agente de policĂa, seguida de
la de un bombero con espeso bigote que apenas le dejaba ver el movimiento de
sus labios. Posteriormente y para rematar, tuve que aguantar estoicamente la
reprimenda de mi abuela. Cuando ya pensĂŠ que todo habĂa terminado, fue mi madre
la que finalizĂł el espectĂĄculo teatral, solo que en vez de aplausos por el
desenlace de la obra, hubo gritos y abucheos por la actuaciĂłn de la actriz, o
sea, yo. Aquello supuso el penoso honor de tres dĂas de ausencia de libertad y
el confinamiento cuartelario.
Recuerdo incluso, cĂłmo algunas seĂąoras
miraban con desaprobaciĂłn la conducta de la chiquilla reciĂŠn llegada y
susurraban descaradamente mi falta de decoro y educaciĂłn. Algunos chicos del
barrio rieron a carcajadas, mofĂĄndose de
la cara de tomate que se me puso al ser
bajada como un fardo de patatas por los fuertes brazos de estibador del apaga
incendios de turno. Todos menos el de los lĂĄpices en el bolsillo, ĂŠse seguĂa
mirĂĄndome sin pestaĂąear. Aquella famosa tarde se convirtiĂł en preĂĄmbulo de una
fama bien merecida, la de chica rara e incorregible.
Fue toda una faena el dĂa de la dichosa
cabaĂąa en las alturas y las
consecuencias no se hicieron esperar en los dĂas que siguieron; inimaginables
dirĂa yo, ya que pude comprobar ese
mismo lunes, que en mi primer dĂa de colegio, todos los alumnos me seguirĂan
con la mirada nada mĂĄs cruzar la verja de entrada.
Ninguna chica de clase permitiĂł que me
sentara a su lado. Yo ya era famosa sin ayuda de nadie. Tampoco en la hora del recreo hubo tregua, nadie se
dignĂł a dirigirme la palabra. Se daba por sentado que me habĂa convertido en un
bicho raro. A ninguna muchacha de buena familia se le pasarĂa por la cabeza el
trepar a un ĂĄrbol, y menos con un vestido. Eso solo estaba destinado al
disfrute de los chicos, portadores del inigualable gen de la virilidad. Tuve
que escuchar incluso como una niĂąa de largas coletas le decĂa a la otra en
pleno pasillo que dĂas antes me habĂan visto pasear por la calle con un gran
sapo de ojos saltones entre mis manos.
ÂżQuĂŠ tiene de malo pasear con un sapo? ÂżAcaso
nadie siendo niĂąo ha cogido alguna vez cualquier bicho viviente encontrado en
el camino?
Cuando ya pensaba que mi corta vida se
presumĂa terrible y llena de incomprensiĂłn, alguien se acercĂł y me ofreciĂł
parte de su bocadillo. Al levantar la vista, reconocĂ al pecoso muchacho de la
libreta roja. Apenas susurraba las palabras salidas de su boca y habĂa que
hacer un esfuerzo por oĂrlo. QuizĂĄs no querĂa que lo vieran hablando con la
loca del ĂĄrbol. No obstante, el chico sonreĂa con gesto humilde mientras
resoplaba su rebelde flequillo.
-
Me
llamo Daniel. Vivo dos calles mĂĄs abajo de tu casa.
-
Imagino.
â dije con cierta desgana.
-
El otro
dĂa te vi. âSoltĂł Daniel de improviso
con un hilillo de voz.
-
Lo sĂŠ.
TambiĂŠn verĂas a medio pueblo y a los bomberos. No hace falta que me lo
recuerdes.
-
No era esa
mi intenciĂłn. âvolviĂł a susurrar mirĂĄndose los zapatos-. Simplemente me gustarĂa saber el nombre de la chica que
tuvo el valor de subir tan alto.
Aquellas palabras sinceras me hicieron
cambiar el gesto. Por fin alguien era capaz de apreciar mis aptitudes olvidando
los usos o costumbres remilgados que toda chica de bien habĂa de poseer. ÂĄY encima
era un chico quien lo hacĂa!
A partir de ese momento supe que no iba a ser
un bicho raro; ahora serĂamos dos, un
dĂşo de âbichos rarosâ vigilados por la inmensa lupa de la ignorancia
y los falsos prejuicios. Pero aunque a veces hay que pagar un alto precio por
ser diferente a los demĂĄs, aquello fue el comienzo de una larga, larga amistad.
Los siguientes dĂas fueron como agua y
aceite, es decir, una mezcla de alegrĂa y amargura en parecidas dosis. Los
ratos con Daniel se convirtieron en fuente de nuevas emociones, eso era
indudable y las clases con el profesor TobĂas en todo un descubrimiento,
convirtiĂŠndolas siempre en amenas e interesantes, llenas de conocimiento y
retos por descubrir pero por otra parte, era evidente que a los ojos de otros
chicos, no ĂŠramos precisamente alguien con quien contar. No solĂan elegirnos
para los juegos de patio. Daniel era demasiado patoso y yo, segĂşn muchos,
demasiado âimpetuosaâ.
RĂĄpidamente fuimos convirtiĂŠndonos en inseparables
y al mismo tiempo en las vĂctimas propiciatorias de Oscar. Desde el primer dĂa
habĂa algo que no me gustaba de ĂŠl. Era un chico de gran estatura y rostro
serio, de pelo rapado y hombros de boxeador. Se sentaba al final de la clase y la
gente decĂa que no tenĂa padres. Fuentes de dudosa credibilidad chismorreaban
que vivĂa con una tĂa lejana, una mujer algo mayor que intentaba sacar algo
bueno de ĂŠl, pero lo cierto es que
dedicaba las tardes a deambular sin rumbo fijo por las calles de la ciudad,
siempre acompaĂąado de sus amigotes de corte siniestro y hasta altas horas de la
noche. A menudo se encontraba metido en lĂos pero solĂa salir victorioso
gracias a su voraz lengua y una inteligencia criada bajo las normas mĂĄs
estrictas de supervivencia. CreĂł fama de chico temible y mĂĄs de uno conociĂł en
sus propias carnes la fuerza bruta de sus puĂąos. Era el tĂpico brabucĂłn de
escuela que le interesaba todo menos aprender algo Ăştil que le convirtiera en
hombre de provecho.
Lo primero que empezĂł a hacer para dejar
clara su posiciĂłn en el mundo, fue quitarle a Daniel el desayuno de forma sistemĂĄtica.
Recuerdo que el primer dĂa que lo hizo, me empujĂł con tal fuerza que caĂ de
bruces en el patio de chinos del colegio. La consecuencia inmediata fue una
gran raspadura tanto en cara como en manos asĂ como mi reconocimiento de que
por muy aventurera que fuera, tenĂa limitaciones evidentes en cuanto a
proporcionalidad, masa corporal y concretamente en aquellos casos donde hubiera
enfrentamiento directo. Pronto nos dimos cuenta que era mejor no meternos en
lĂos con ĂŠl. El diĂĄlogo no entraba en su diccionario de la vida. Yo me llevaba
doble desayuno y asĂ compartĂamos la comida.
Aquella costumbre se fue convirtiendo en una
rutina que rĂĄpidamente aburriĂł al salvaje de Oscar. Si no lograba encontrar
bocadillos en una u otra mochila, lo siguiente que se le pasĂł por su pelada
cabeza fue el tirar la bandeja de comida cuando al mediodĂa entrĂĄbamos al
comedor. A eso le siguieron las zancadillas âsin quererâ, las araĂąas en las
mochilas, chicle en los asientos y multitud de ideas maquiavĂŠlicas que
provocaran nuestra humillaciĂłn pĂşblica.
No solĂa haber grandes reprimendas por parte
de los adultos por su conducta, ya que se tenĂa muy en cuenta su cara de chico
arrepentido y el ambiente familiar tan desfavorable en el que vivĂa. AsĂ que lo
mĂĄs inteligente fue evitar aquellos encuentros no deseados en la medida de lo
posible. Al fin y al cabo, el colegio era bastante grande.
Las tardes se convirtieron en nuestra tabla
de salvaciĂłn y las aprovechĂĄbamos al mĂĄximo hasta la inevitable llamada de
nuestras madres para la ducha de rigor y la cena de despedida del dĂa. Nos
contĂĄbamos historias fantĂĄsticas, jugĂĄbamos en los trigales de las afueras y lo
mejor de todo; Daniel dibujaba a cada momento escenas de nuestras aventuras
aunque su especialidad favorita consistĂa en detallar flores y
animales. ÂĄEra un magnĂfico dibujante! Su talento no concordaba con la
edad y lo curioso del caso es que jamĂĄs enseĂąaba los dibujos. Eran su tesoro
mĂĄs preciado y sĂłlo una buena amiga, tenĂa el privilegio de poder disfrutarlos.
TambiĂŠn hablĂĄbamos durante interminables
horas de las clases de ciencias, los experimentos con el profesor TobĂas y sus
magnĂficas clases de Historia. AsĂ pasaban los dĂas y la adaptaciĂłn a mi nueva
vida⌠hasta que un dĂa ocurriĂł algo inesperado.
Nuestro querido amigo Oscar, con evidentes
sĂntomas de echarnos de menos, habĂa decidido dar una vuelta por mi casa.
VenĂamos por el camino del parque, pedaleando nuestras bicicletas alegremente, cuando llegamos al porche de entrada. La
visiĂłn fue espeluznante. El hermoso jardĂn que con tanto cuidado y mimo habĂa
creado mi abuela Elena, se encontraba deshecho por completo. Las rosas estaban
desgarradas y arrancadas, las hermosas hortensias pisoteadas y la tierra de los
grandes macetones, desparramada por
todos lados. Era como si un ciclĂłn hubiera pasado por allĂ.
Susi, la chica pelirroja de grandes coletas,
confirmĂł nuestros peores presagios. Media hora antes, Oscar y sus chicos se
habĂan pasado por allĂ para hacerme una visita de cortesĂa.
Por el tono de voz empleado, se podĂa vislumbrar
que la chica se sentĂa satisfecha del resultado y no apesadumbrada por lo
ocurrido como hubiera sido lĂłgico esperar. En cambio, su mirada parecĂa decirnos:
âÂżLo veis? ÂżQuĂŠ os creĂais siendo tan raros como sois?â.
Daniel clavĂł sus rodillas sobre la tierra,
con cara desencajada.
- No te preocupes Daniel, hablarĂŠ con mi abuela
y lo arreglaremos. â Dije con el mayor convencimiento que pude-.
Pronto todo volverĂĄ a crecer. SerĂĄ como antes, ya lo verĂĄs.
El muchacho pecoso no abriĂł la boca, ni
pareciĂł escuchar las palabras de consuelo, parecĂa incluso mĂĄs afectado que yo.
Entonces vi como sacaba de sus bolsillos
los lĂĄpices de dibujo. AbriĂł el cuaderno con pĂĄgina en blanco y se dispuso a
pintar un hermoso jardĂn. Me quedĂŠ ensimismada viendo como deslizaba cada trazo
en todas las direcciones. AllĂ mismo, sentados y absortos, fuimos viendo como poco
a poco daba color a cada uno de sus tallos, flores y plantas sin echar cuentas
al tiempo que en ello dedicaba. Pintaba enĂŠrgicamente, casi hechizado por su
propio talento artĂstico. Tras pasar un largo rato, posĂŠ mi mano en uno de sus
hombros:
- ÂĄEs precioso Daniel!
Se limitĂł a mirarme fijamente. Muy despacio.
Sus ojos parecĂan decirme algo, pero la desesperaciĂłn o el miedo a lo
inexplicable quedaban reflejados en su rostro, inundado de pequeĂąas manchitas
sudorosas sobre la piel. Luego girĂł la cabeza en direcciĂłn al desmantelado
jardĂn de mi abuela hasta quedarse perdido en sus pensamientos. Apesadumbrada
me dejĂŠ llevar por su mirada extraĂąa y cuando vi lo que tenĂa delante, no pude entender la
asombrosa visiĂłn que se mostraba ante mĂ, majestuosaâŚ
ÂĄEl jardĂn estaba tal y como habĂa sido el
dĂa anterior!: Los macetones presumĂan de
grandes hojas que se desplegaban en todo su esplendor, las rosas se
erguĂan con tallo arrogante, mirando al cielo y las flores de cada seto, se
encargaban de cubrir con su fino manto de color, la fĂŠrtil tierra roja.
- Hasta maùana Sara, ya es muy tarde⌠Tengo que
irme. âSusurrĂł encogiĂŠndose de hombros.
Daniel recogiĂł sus cosas con prontitud y
dĂĄndome la espalda, se dirigiĂł calle abajo. No querĂa respuestas, no deseaba
preguntas.
Aunque hubiera querido, resultaba imposible
articular palabra. Intentaba digerir lo que habĂa ocurrido instantes antes sin
llegar a una conclusiĂłn satisfactoria. Aquella noche no pude conciliar bien el
sueĂąo.
El dĂa siguiente se presentĂł lluvioso desde
primera hora. DesayunĂŠ casi sin mediar
palabra con mi abuela. Mi madre, una hora antes de bajar yo, ya estaba metida
en su coche camino del trabajo. A veces tenĂa la extraĂąa sensaciĂłn de no saber si tan siquiera vivĂa con
nosotras. Cada vez coincidĂamos menos. Ella siempre trabajaba y yo siempre
estaba encerrada en mi habitaciĂłn o en
el campo, paseando con mi mejor amigo.
CogĂ el abrigo, la mochila y salĂ de casa
como una autĂłmata con la baterĂa recargada. El cielo estaba encapotado, baĂąado
de un gris tristĂłn y a mĂ me gustaba sentir como caĂan las ligeras gotas de
lluvia fresca sobre la capucha. Ni siquiera abrĂ el paraguas. Necesitaba refrescar
las ideas y aclarar la mente.
Mi abuela me dejĂł merendar en casa de Daniel,
haciĂŠndome prometer primero que no saldrĂamos de su casa en toda la tarde.
Durante la maĂąana, salvo los âbuenos dĂasâ de rigor, apenas pudimos cruzar
palabra en clase. DespuĂŠs en el recreo, momento idĂłneo para abordarle, me fue
esquivo sin disimulo y encima, para remate final, la lluvia traicionera impidiĂł
consumir el tiempo de asueto. Con ese panorama volvĂ a entrar en clase y allĂ
sentada, sin otra cosa mejor que hacer,
me dejĂŠ llevar por el sonido de fondo que
las palabras del profesor TobĂas dejaban flotar en el aire. Hablaba de las
partes de la Tierra, se ajustaba el nudo de la corbata elegantemente y repetĂa que el planeta tenĂa solo tres
capas conocidas. Los seres vivos, unos mĂĄs que otros cuando recordaba a la
secretaria quedarse dormida en la ventanilla de recepciĂłn, vivĂamos en la mĂĄs superficial, la llamada corteza
terrestre. EngullĂa sus palabras teĂąidas a media voz, mientras la lluvia
golpeaba los cristales rĂtmicamente. ÂĄEra curioso! Nunca habĂa pensado que tan
solo unos 30 km de profundidad eran lo mĂĄximo a lo que mis pies podĂan llegar, mĂĄs
o menos la misma distancia hasta mi ciudad natal. SegĂşn palabras del profesor,
aunque quisiĂŠramos hacer un enorme agujero, serĂa como llegar a la cĂĄscara de
una naranja o poco mĂĄs, hablando metafĂłricamente, claro. Todo lo que fuera
penetrar a mĂĄs profundidad de la Tierra, estaba irradiado de un calor tan
enorme que se hacĂa insoportable para la vida humana.
ÂĄNuestro planeta como una naranja! Buena
comparaciĂłn -pensĂŠ.
Pero mi mente volvĂa a martillearme una y
otra vez con mi amigo Daniel. AllĂ estaba ĂŠl, sentado con gesto sombrĂo en una
esquina del aula y con mirada perdida. TenĂa lo que quedaba de tarde para
hablar del tema y finalmente, terminĂł aceptando la invitaciĂłn de muy mala gana por
cierto, en cuanto sonĂł la sirena del final del dĂa. Mientras introducĂa los
libros en la mochila lo abordĂŠ sin dejarle escapatoria. ÂĄNos verĂamos despuĂŠs
de las cinco!
Estaba ansiosa por llegar. Aligeraba el paso en
cada charco que me encontraba por el camino, serpenteando los reflejos que el
agua estancada se resistĂa a dejar marchar. La tarde seguĂa gris, inundada de
nubes soĂąolientas que deseaban volver a llorar. Los ĂĄrboles me miraban tristes,
mojados y moviendo ligeramente sus brazos con cada vaivĂŠn del viento.
Unos pasos mĂĄs adelante, frente a mĂ,
apareciĂł un gran vallado. La residencia parapetada tras las tablas de
blanco roto, estaba justo al final de la calle. Si la orientaciĂłn no me
fallaba, torciendo unos pasos mĂĄs a la derecha, aparecĂa la segunda manzana de
viviendas residenciales entre las que se encontraba la de Daniel. Nunca habĂa
prestado mayor atenciĂłn a una de las tantas casas similares de la zona, pero
sin saber muy bien el porquĂŠ, el cuerpo me demandaba observarla con mayor
detenimiento. A cada extremo de la parcela, se erguĂan ostentosamente dos grandes
olmos centenarios de corteza limpia y pardusca que con sus ramas abiertas,
parecĂan querer cogerse de la mano. EchĂŠ involuntariamente un vistazo al
interior del jardĂn. De puntillas apenas podĂa ver nada, mi estatura no daba
para mĂĄs. AsĂ que decidĂ trepar ligeramente aferrĂĄndome a los postes de madera
desvencijada.
La primera impresiĂłn que se me pasĂł por la
cabeza es que tanto el jardĂn como la casa que se vislumbraba al fondo, hacĂan
juego con los dos grandes ĂĄrboles de la entrada, descuidados y melancĂłlicos. El
aspecto del jardĂn abandonado daba a entender la falta de atenciĂłn que habĂa
debido de tener durante aĂąos. Matojos de todo tipo y tamaĂąo crecĂan
indiscriminadamente entre la hierba mal cortada. Igualmente, la fachada de la
enorme casa reflejaba la decadencia de lo que hubo de ser en otra ĂŠpoca. El
deterioro era evidente. La pintura estaba desgastada en algunas zonas, incluso
algunos maderos parecĂan quebrarse por el tiempo. En cuanto a la entrada principal,
provista de un porche con columnas de piedra, empezaba a ser absorbida por la maleza silvestre y algunas de
sus ventanas, las de la planta superior, aparecĂan cerradas con grandes
tablones viejos. QuizĂĄ estuviera abandonada, imaginĂŠ.
Ensimismada en mis pensamientos me dejĂŠ
transportar por el tren de la desbordante imaginaciĂłn. La casa pudo estar
habitada aĂąos atrĂĄs por una familia numerosa. El pequeĂąo estanque del que se
dejaba entrever un tĂmido caĂąo de agua, pudo ser presumiblemente uno de los
rincones mĂĄgicos de aquel hogar. AllĂ, los niĂąos de la casa con sus risas y
correteos, habrĂan pasado las largas
tardes de juego. Un dĂa de mucho calor, seguramente en verano, el mĂĄs pequeĂąo
de la casa estuvo a punto de morir ahogado entre sus aguas mientras la madre
cuidaba las gardenias del jardĂn. El joven jardinero contratado por los dueĂąos
de la casa, un chico bien parecido de cabellos tostados por el sol, tuvo que
salir en su auxilio nada mĂĄs oĂr los gritos desesperados. En ĂĄgil movimiento, se
lanzĂł de un salto al remanso de aguas profundas, mientras la mamĂĄ del pequeĂąo lloraba ostensiblemente y corrĂa desconsolada
hacia el lugar. Tras segundos interminables de angustia e incertidumbre, la
figura del muchacho emergiĂł de las aguas con un pequeĂąo niĂąo entre sus brazos.
Mientras las imĂĄgenes corrĂan velozmente por
mi mente, los abiertos ojos se posaron de repente en una figura inmĂłvil. De
forma instantĂĄnea, desaparecieron todos los pensamientos que ocupaban mi
fantasĂa. El jardinero, la mamĂĄ y el bebĂŠ se desvanecieron por donde habĂan
venido y sĂłlo mi retina quedĂł fijada en un punto concreto de la casa.
Justo al lado de la frondosa columnata de la
entrada, aparecĂa la estampa de un gran perro petrificado. Al principio pensĂŠ que
serĂa la tĂpica estatua de entrada al hogar, hecha de piedra y de grandes
dimensiones, tallada toscamente aunque dotada de cierto realismo. Pero algo en
mi fuero interno me decĂa que no iba bien encaminada. Su pelaje grisĂĄceo con
motas blancas tenĂa volumen, la postura
era de algún modo demasiado natural⌠asà que de nuevo empecÊ a dudar. La
impactante imagen quiso llevar la contraria a mi aguzado sentido visual, pues aquella figura no movĂa ni un solo mĂşsculo,
no parecĂa respirar por alguna parte escondida de su portentoso cuerpo. Su
mirada estaba clavada impertĂŠrrita en mi direcciĂłn, algo por otra parte poco
casual. Reclinado sobre sus estilizadas patas, mostraba una pose nada amigable.
Al igual que en la cĂĄmara fotogrĂĄfica de mamĂĄ, me esforcĂŠ por acercar mis ojos
al objetivo. Su mirada era terrorĂfica⌠ojos negros, boca contraĂda, cuello
erguido.
Las manos no respondĂan a mis Ăłrdenes y mi
zoom no podĂa dejar de mirarlo. No sĂŠ cuĂĄnto tiempo pasĂł pero sĂŠ que se hizo interminable.
Al fin, mi cuerpo volviĂł a obedecerme y deslicĂŠ lentamente una de mis piernas
buscando tocar el suelo de la acera. Durante un instante deje de mirar al
frente para no perder el equilibrio y justo cuando volvĂ a levantar la mirada,
mientras ordenaba a mi otra pierna que siguiera a la primera, la estatua ya no
estaba en el mismo sitio.
Un escalofrĂo recorriĂł intensamente mi
espalda y cuello. Los busquĂŠ de un barrido desesperadamente. Mis cinco sentidos
me ponĂan en alerta, algo no iba bien y yo seguĂa allĂ colgada como un pelele.
El sonido de la maleza me sacĂł del estado de
shock. El perro se dirigĂa en alocada carrera justo hacia mi posiciĂłn y sus
largos colmillos me avisaban de que no habĂa sido bienvenida a aquel inhĂłspito lugar.
SaltĂŠ desesperada hacia atrĂĄs golpeĂĄndome irremediablemente contra el duro y
mojado suelo. No se escuchaba ni un ladrido. Ni siquiera un gruĂąido digno del
mejor de los guardianes.
Sentada frente a la valla, intentaba
recuperar el aliento, que se habĂa quedado atrĂĄs, colgado mĂĄs arriba de la
baranda, mientras mi desbocado corazĂłn palpitaba sobre el pecho intentando
salir. SeguĂa el silencio. Al tomar conciencia poco a poco de la situaciĂłn, me
reĂ de mi misma pensando en lo tonta y cobarde que podrĂa llegar a ser. ÂĄUna
arriesgada exploradora asustada por la difusa imagen de un chucho pulgoso! Calada hasta los huesos, me jactĂŠ de la
ridĂcula escena cuando de forma inesperada, un fuerte chasquido golpeĂł las tablas del
vallado y me devolviĂł de nuevo a la realidad.
Ahora sĂ podĂa percibir como una sensaciĂłn maligna, con una fuerza
descomunal, habĂa astillado la madera misma y dejaba escapar su feroz aliento por entre las minĂşsculas rendijas. ChillĂŠ sacando todo el aire de los
pulmones y me levantĂŠ de la acera como un resorte, echando a correr calle abajo
y batiendo mis mejores marcas. No parĂŠ hasta llegar a la misma entrada de la
casa de Daniel.
El muchacho estaba sentado en el escalĂłn de
su desvĂĄn con la mirada boba de siempre. Nunca dejaban de asombrarle las cosas
que me ocurrĂan. Su gesto de sorpresa no necesitaba palabras con quĂŠ adornar. SabĂa
perfectamente que algo habĂa ocurrido.
Charles no tengo la direcciĂłn de tu correo y no he podido contestarte a tus maravillosas y sinceras palabras. Pero ha sido una suerte, asĂ he tenido la oportunidad de leer el primer capĂtulo de tu estrenado libro, que me ha envuelto como una nube con la mejor prosa que podĂa esperar. Es una delicia . Me encantarĂĄ tenerlo entre mis manos.
ResponderEliminarGracias sinceras, los mensajes como el tuyo no pueden esperar hasta Septiembre.
Un beso.