Hoy, en una de mis escogidas
leyendas, me gustaría tratar un tema muy estrechamente ligado a la literatura
de todas las épocas, ya sea como eje fundamental de una obra o como trasfondo de ésta. No es otro que el de
la MUERTE.
El ser humano, consciente de sus
limitaciones, siempre se ha sentido atraído por ella dándole si cabe, la misma
transcendencia que la de la propia vida. Ya desde la antigüedad, muchos
filósofos griegos escribieron sobre ella. En la Edad Media, Dante hizo clara
mención de ésta en su Divina Comedia, creando casi un tratado en toda regla de
su representación y significado. En nuestro país, autores de la talla de
Quevedo, Jorge Manrique o el mismísimo García Lorca, entre otros, tocaron tan
delicado tema. En Inglaterra, Shakespeare llegó a jugar en alguna obra con la figura eterna de la dama de negro y
mucho más recientemente, Pablo Neruda llegó a profundizar en la inquietud
humana del fin de la existencia.
Si traspasásemos nuestras
fronteras, descubriríamos que desde el instante mismo de la creación, el hombre
oriental también se mostró interesado en la figura de la muerte. Todas y cada
una de las diferentes culturas han creado un mundo de simbolismo y
significación a algo tan cercano a nuestras vidas como es la propia consumación
de ésta así como la fragilidad del hombre ante su destino.
Tomando en consideración las
palabras de Miguel Díez, “las versiones
más antiguas del viejo y célebre apólogo “El gesto de la muerte” se remontan a
la literatura judeo-talmúdica del siglo VI y a la tradición musulmana sufí de
los siglos IX al XIII. A partir de un texto muy resumido, inserto en una novela
(1923) del escritor francés Jean Cocteau, alcanzó una gran difusión pues fue
recogido en poemas y obras dramáticas y narrativas. La vieja historia de la
Muerte, tan sorprendente y efectiva en su brevedad, también sirvió de germen de
múltiples recreaciones literarias que conforman otras historias diferentes con
distintos finales”.
Por esta razón me gustaría
dejaros una muestra del conocido relato de “la muerte en Samarkanda”, de origen persa y del que tantas versiones
surgieron después:
Una mañana, el califa
de una gran ciudad, hombre de gran sabiduría y bondad, comprobó que su primer visir se presentaba
ante él en un estado de gran agitación. Asombrado por su poco acostumbrada actitud, le preguntó por la razón de aquella
aparente inquietud y el visir le dijo:
- Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
- ¿Por qué?
- Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado que alguien golpeaba ligeramente en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
- ¿La muerte?
- Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chal rojo. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y es probable que esta misma noche pueda llegar a Samarkanda.
- ¿De veras crees que era la muerte? ¿Tan seguro estás?
- Totalmente, mi señor. La he visto como puedo verte a ti. Tan seguro de que eres tú y tan cierto de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.
Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Sin compañía de sirvientes, se dirigió hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la mirada y la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, el rostro medio cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Está, a pesar del disfraz, lo reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.
- Tengo que hacerte una pregunta -le dijo el califa en voz baja.
- Te escucho.
- Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire de amenaza?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:
- No quería asustarlo. Ni siquiera lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.
- ¿Por qué sorpresa? -preguntó el califa.
- Porque -contestó la muerte pausadamente- no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él esta noche: en Samarkanda.
- Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
- ¿Por qué?
- Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado que alguien golpeaba ligeramente en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
- ¿La muerte?
- Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chal rojo. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y es probable que esta misma noche pueda llegar a Samarkanda.
- ¿De veras crees que era la muerte? ¿Tan seguro estás?
- Totalmente, mi señor. La he visto como puedo verte a ti. Tan seguro de que eres tú y tan cierto de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.
Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Sin compañía de sirvientes, se dirigió hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la mirada y la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, el rostro medio cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Está, a pesar del disfraz, lo reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.
- Tengo que hacerte una pregunta -le dijo el califa en voz baja.
- Te escucho.
- Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire de amenaza?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:
- No quería asustarlo. Ni siquiera lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.
- ¿Por qué sorpresa? -preguntó el califa.
- Porque -contestó la muerte pausadamente- no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él esta noche: en Samarkanda.
"Incierto es el lugar donde te espera la muerte, espérala pues, en todo lugar..."
Séneca.
CHARLES BLAKE
La muerte un tema del cuál muchos no quieren hablar pero es algo inevitable, no te puedes esconder ni por debajo de las piedras.Me gustó este cuento gracias amigo
ResponderEliminarUn abrazo....
Conocía la historia por la pluma de Manuel Vicent, pero siempre deja un escalofrío.
ResponderEliminarLa muerte no debiera ser un tema tabú, sino algo tan natural como la vida.
Me gusta que trates éste tema sin ir más allá (que para eso están las religiones). Saramago - cita siempre imprescindible- en su libro "las intermitencias de la muerte" habla de lo que sucedería si la muerte no existiese, del caos que sufriría el mundo y la vida sin fin, con todas sus instituciones que se verían absurdas, porque en el fondo, todo gira entorno a la muerte.
Un abrazo y mil gracias por tu presencia en mi.
Es cierto, no podemos escapar a "la hora señalada".
ResponderEliminarY como decía mi abuelo materno: "nadie se muere en la víspera"....
Todas las culturas han desarrollado este tema desde el paleolítico...
en sí, por el miedo, como dices, que la muerte provoca.
Un paso más, creo yo, de la brevedad de nuestro tiempo. De ahí que aprovechemos lo que la vida nos brinda!!!!
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