El miedo.
Hace años, cuando apenas llegaba a los diez
años de edad, me mudé a una urbanización en las afueras de la ciudad. Hoy en
día es un residencial repleto de casas de todo tipo, formas y colores, y un bullicioso lugar donde es difícil
encontrar aparcamiento en cualquiera de sus serpenteantes calles. Pero cuando
nos trasladamos al que hoy es el hogar de mis padres, recuerdo que mirase donde mirase, todo se encontraba repleto de
hierbas, plantas y arbustos de tamaño
inimaginable. Era un lugar ideal para juegos, paseos y poder disfrutar del inigualable olor a campo. Un mundo imaginario donde explorar tierra
virgen y cumplir mil aventuras.
Fue una de las primeras
casas levantadas en el lugar, y durante largo tiempo, pude disfrutar de sus
sutiles cambios de fisonomía casi sin tener consciencia de que era el comienzo del
fin. Poco a poco comenzaron a elevarse esqueletos de cemento y ladrillo en
algún rincón rodeado de tierra removida y campos de flores silvestres. Pronto
me fui adaptando a las nuevas
oportunidades que ofrecía el lugar y en cuanto hice mis primeras amistades,
decidimos explotar no solo los recursos naturales, si no los creados por la
misma mano del hombre. Pasamos de jugar al pilla-pilla escondite entre las
gigantes matas de margaritas que llegaban a cubrir nuestro cuerpo al completo,
a jugar a la conquista de nuevos territorios. Era una época donde todavía se
podía disfrutar de las largas y cálidas noches de verano sin temor a que alguna
madre impertinente interrumpiera nuestros sueños y hazañas.
En una parte de la amplia
urbanización, se levantó una estructura de grandes dimensiones que llegaba a
ocupar casi toda la parcela. Primero jugamos a tirarnos desde la primera planta
al montón de arena de obra que nos esperaba abajo como si de un colchón de
plumas se tratara. Luego jugamos a Tarzán en sus lianas con la ayuda de una
enorme soga que colgaba de mala manera sobre un pilar de cemento armado. Pero
en cuanto empezó el periodo vacacional, descubrimos que aquel inhóspito lugar
comenzaba a erguirse en tres enormes plantas como si de un castillo medieval se
tratara. Las noches fueron las que dotaron a la misteriosa casa de una magia de
la que pocos pudimos resistirnos. Era como un imán que nos atraía poderosamente
la atención, al igual que la sedosa telaraña atrae a los pequeños insectos. La
perspectiva de la edificación cambiaba enormemente su visión al ser envuelta
entre sombras de oscuridad y la calurosa brisa que removía sus huesos entre
quejidos y llantos de mujer. La imaginación puso de su parte en nuestras
cabezas ansiosas de acción y lo que pareció ser en un principio un juego inocente, terminó por convertirse en una
peligrosa costumbre. Todo consistía en probar el valor de cada uno de los
presentes cuando llegaban las doce. Conocíamos cada rincón, escalera y habitación
levantada durante el día, pero nada parecía igual en cuanto las manecillas del
reloj cubrían de oscura noche aquella especie de enorme jaula de ladrillos y
hierros. Tan solo la débil luz de la luna y una penosa farola callejera,
parecían dar un tibio color amarillento al conjunto. Uno por uno debíamos subir
a la planta más alta y permanecer allí quietos durante eternos minutos hasta
batir el record del anterior desventurado. Si nuestras madres hubieran sabido
por donde subíamos y donde nos metíamos, hubieran puesto el grito en el cielo.
Pero muchos de los mejores recuerdos de nuestra infancia no suelen ser
compartidos con los progenitores por miedo a la desaprobación adulta.
Los más valientes llegamos
a depositar una piedra a modo de símbolo en la planta superior de aquel
mausoleo, de manera que pudiera comprobarse a la mañana siguiente quién había
llegado más lejos y cuánto de dificultad habría supuesto permanecer allí,
rodeado de un manto negro y pendientes de algún ruido extraño que alertara
nuestros sentidos. Es justo reconocer que un cosquilleo indescriptible se
dejaba notar por el bajo vientre con cada peldaño superado y esa misteriosa
sensación, mezcla de miedo y excitación, llegó a acompañarme durante el resto
de mi vida.
Este verídico relato lo
pongo en conocimiento en el día de hoy porque siempre he pensado que el miedo
es una muy extraña emoción. Por un lado es capaz de dejarnos paralizados en el
peor de los casos y por otra parte, nos ofrece un sinfín de atrayentes
emociones que convierten nuestro
organismo en una burbujeante carga de adrenalina que tonifica cada músculo del
cuerpo, dotándolo de bienestar al poco tiempo de ser cesado de estímulos. ¿Quién
no se ha dejado tentar por el sobresalto de una película de terror o por una
novela gore donde todo puede ser posible y nada es lo que puede parecer; O tirarse
en tirolina o realizar algo que sabemos que no está dentro de nuestra
capacidades o aptitudes?
Pero claro, aún sabiendo
que el miedo es un mecanismo innato de defensa que nos acompaña desde tiempos
inmemoriales y nos ayuda a enfrentarnos a un peligro real, también debemos ser
conscientes de que existen miedos
psicológicos, imaginarios e incluso irracionales que pueden convertir la vida
de uno en una auténtica pesadilla.
Ese miedo, el miedo
psicológico, no tiene nada que ver con cualquier peligro real y puede
adoptar diferentes formas: preocupación, ansiedad, nervios, tensión, temor,
fobia, etc. El miedo psicológico siempre aparece cuando te enfocas en algo que
podría ocurrir en un futuro o repetirse del pasado y no en lo que ya está
ocurriendo en el mismo presente.
Y ahí quería yo llegar, cuando hablamos de
lo difícil que es controlar la delgada
línea que separa el miedo real del imaginario. Eso es lo que pasó en el
siguiente relato que paso a narrarles a continuación en mi siguiente entrada, en la etiqueta de cuentos asombrosos y fruto de mi desbordante imaginación y lectura desmedida:
CHARLES BLAKE
Llámalo miedo, pero hay innumerables miedos, unos son excitantes y externos, como los miedos infantiles que como tu, todos hemos experimentado alguna vez; pero hay otros miedos que vienen del interior,el miedo al fracaso y a nosotros mismos que nos paralizan y aveces resultan insuperables.
ResponderEliminarBUENA ENTRADA en estos tiempos de amenazas y sembradores de miedos.
UN ABRZO.
Cuando el miedo a lo mediocre como medio de vida me invade, apareces contando lo que la superación de un puver hizo y compartí sin pensar en más que la satisfacción del reto conseguido. Gracias de quién tuvo el placer de compartirlas contigo.
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