Corría el año 1895, en las postrimerías del
siglo XIX y a las mismas puertas del llamado siglo de los avances médicos,
tecnológicos y científicos. Massachusset
era una ciudad estado perteneciente a Nueva Inglaterra, donde inmigrantes
venidos de media Europa fundaron una incipiente industria que rápidamente dejó
la economía agrícola en un segundo término.
El hospital de San James pronto tuvo el
reconocimiento de la comunidad científico-médica por sus logros y prestigiosos
profesionales que componían su organigrama. Eso provocó que numerosos
estudiantes optaran por la formación en aquel vetusto edificio antes que en la más
próspera ciudad de Boston.
Henry Stoner fue uno de esos muchachos
aventajados que, a pesar de su origen humilde, tercer hijo de una familia sureña, resultó ser elegido para su
aprendizaje como futuro cirujano. En pocos años podría comprarles a sus padres
la casa que siempre habían soñado y trasladarlos desde los enormes campos de
cebada a la acaudalada zona de la ciudad de las oportunidades.
Durante su primer año tuvo que sufrir las
numerosas bromas de mal gusto de algunos de sus compañeros de curso superior.
En su reluciente bata de doctor, aparecían un día sí y otro también, los más
insospechados órganos de algún desgraciado animal. Al poco se atrevieron a
donarle las órbitas oculares de un cadáver que días antes había sifrido la
extirpación de su visión en una magistral clase de anatomía. Riñones, hígados y
hasta una mano amputada resultaron ser demasiado para un joven inexperto
acostumbrado a la sencilla vida campestre. Al principio hizo gala de sus buenas
aptitudes tanto profesionales como personales, al no dar mayor importancia a lo
que quedó en llamar absurdas bromas de parvulario.
Pero cuando se encontraba a solas, dejaba manar de su delgado rostro unas
ligeras gotas de sudor frío que parecían indicar que en lo más profundo de su interior,
aquellas partes sin vida provocaban un escalofrío impropio de un futuro doctor
en medicina.
Intentaba una y otra vez acostumbrarse a
ello y las clases prácticas de disección amortiguaron en cierto modo su
incipiente terror a la muerte.
Harper y Thomas, dos muchachos de medio
pelo, no paraban de animarle a soportar cada una de las novatadas, como una
parte más de su preparación para lo que se le venía encima. Las cervezas frías
en la taberna de la esquina amortiguaban en cierto modo la ansiedad que le
suponía enfrentarse cada día a la realidad que le acontecía cada uno de los
días de la semana.
Allí fue donde surgió la idea de “tomar el
toro por los cuernos”. Thomas, un veinteañero de cabellos rojizos, propuso
medio en broma, que la única forma de superar sus miedos sería el realizar lo
que quedó en llamar una prueba de fuego. Entre trago y trago de numerosas
jarras heladas, dejó caer la idea de dirigirse a escondidas al centro
hospitalario a altas horas de la noche. El frío de la época y la oscuridad de
la noche harían de perfectos aliados para adentrarse en la planta baja del edificio.
Allí se encontraba la famosa morgue que tanto daba que hablar a estudiantes y
trabajadores. Leyendas y cuentos fantasmagóricos pasaban de boca en boca
haciendo las delicias de los que se atrevían a oír. El plan consistía en bajar
las penosas escaleras de madera hasta lo más profundo del habitáculo. De sobra
sabían que en ese lugar se hallarían media docena de cadáveres pertenecientes a
mendigos y pedigüeños que no habrían soportado la tortura de una vida plagada
de inclemencias. A lo sumo se encontrarían una desafortunada parturienta que no
habría sobrevivido al parto, o un pobre trabajador que apenas podía pagarse una
operación costosa para la época.
Medio convencido del todo, se dejó
arrastrar por sus colegas hasta la desvencijada puerta de la primera planta, la
misma que conducía tras un estrecho pasillo, al lugar donde el descanso se hace
eterno. Primero tuvieron que identificarse como residentes al viejo conserje de
carácter huraño; guardián de aquel territorio cuando las tinieblas cubrían los
grandes ventanales del hospital. Al verlos uniformados con sus largas y
elegantes batas de blanco nítido no pudo menos que dejarle pasar a donde
quisiera que fueran.
Cada uno de ellos bajaría hasta el lugar
donde su coraje quedase marcado a fuego, dejando tras de sí un insignificante
clavo que indicara la virilidad de cada uno de los héroes anónimos.
El primero en descender fue Harper. Provisto
de martillo y cara descompuesta, mal disimuló su gran iniciativa dejando sin
habla a cada uno der sus compañeros. Abrió la destartalada puerta y descendió
al oscuro abismo sin dirigir despedida alguna. Tras interminables minutos de
espera, apareció con su estúpida sonrisa de quien supera un reto inigualable.
La prueba había sido superada. Tan solo quedaba esperar al día siguiente para
comprobar si su clavo le había dejado en buen lugar.
La indecisión hizo mella en las siguientes
víctimas. Una moneda resultó ser juez implacable para indicar quien seguiría el
siguiente turno. Thomas se disponía a bajar sin estar convencido del todo.
Parecía una broma comprobar que el creador de la prueba tartamudeara para decir
simplemente que le esperaran de regreso. No quería que una estúpida broma
infantil le dejara abandonado en la cima de la escalera con la única compañía
de un martillo oxidado.
Bajó los primeros escalones con evidentes
síntomas de inseguridad, pero al tiempo, su figura fue engullida por el negro
de un agujero que parecía no tener final. Tras un escaso minuto, volvió para
indicar que su huella había quedado incrustada en la vieja madera de nogal. El
tiempo usado para tal menester no anunciaba que el logro hubiera sido un gran
éxito, pero los testigos de la hazaña no replicaron palabra alguna. Su rostro
no invitaba a comentarios jocosos cargados de ironía.
Era el turno de Henry Stoner, el
estudiante del sur. Cuando recibió el martillo de manos de su buen amigo, no
supo que decir. Un insoportable terror le hacía mostrar una ligera mueca que no
terminaba por indicar estado de ánimo alguno para quien lo estuviera viendo
frente a frente.
Unas palabras de ánimo resonaron en el
pequeño pasillo interior. Era Thomas quien le decía que era una oportunidad
para superar sus miedos.
Bajó más por la expresión de esperanza de
sus colegas que por convencimiento propio.
Los primeros escalones fueron hasta cierto
punto fáciles de pisar. Los siguientes cuatro fueron otro cantar. La visión
había caído prisionera de la negrura infinita. Tuvo que asegurar la pisada por
miedo a caer de bruces al fondo del lugar. Tomó aire durante unos segundos. El
corazón empezaba a bombear sangre de manera incontrolada y unas minúsculas
gotas de agua empezaban a juguetear en sus mejillas.
Era el momento de la verdad. Debía ordenar
a su pie izquierdo que reanudara la marcha de manera inmediata o por el
contrario, hacer caso a la razón y desandar el camino recorrido.
Una extraña fuerza interior surgió de sus
adentros y por fin movió levemente el pie ejecutor. Al segundo movió el
derecho. Una invisible sonrisa aparecía en su cara. Estaba venciendo al miedo
con cada contacto plantar sobre la crujiente madera. Recordó la vez que tuvo
que enfrentarse a un zorro al ser descubierto en el corral de las gallinas.
Tenía unos once años, pero la responsabilidad de no dejar a la familia sin
gallinas, le hizo gritar como un loco ante el asustado podenco de cola mullida.
Fue un día genial. No paraba de sentirse en una nube de cristal con cada beso
recibido por su madre.
Aquellos hermosos recuerdos le hicieron
retomar el pulso y se juró a sí mismo bajar mucho más abajo. ¿Cuánto tiempo
habría pasado? Se repetía una y otra vez. Cada peldaño era un triunfo
silencioso que le hacía vibrar por dentro. Siguió un trecho más hasta que
perdió el equilibrio. Cayó hasta rodar sobre sí mismo no supo cuántas veces.
Parecía que iba a perder el sentido con cada vuelta dada y que terminaba por
golpear alguna parte de su magullado cuerpo. Algo imprevisto había hecho de
tope sobre la suela de su zapato. Quizá el clavo de alguno de sus amigos.
¿Quién podría saberlo?
Terminó por tocar el frío suelo de una
habitación desprovista de sonido. El tragaluz de una parte indefinida dejaba
traspasar una ligera luz mortecina sobre la habitación. Estrechos camastros de
ruedas herrumbrosas portaban sobre sus espaldas una abultada sábana. Intentó
incorporarse con ayuda de sus manos pero no contó con que una de los camastros
asomaba a su derecha. El golpe de la cabeza contra los hierros de la cama, provocó
que un delgado brazo blanquecino asomara del interior de su escondrijo. Intentó
chillar a voces llenas pero la garganta parecía haber quedado estrangulada por
el terror. Se separó como pudo de su extraño compañero de camino y se levantó
sobre unas piernas titubeantes que apenas podían soportar el peso de su
debilidad.
Palpó involuntariamente el bolsillo de su
batín y sacó como pudo el dichoso clavo de las narices. El martillo asomaba de
su mano contraria como adherido a su piel. Parecía haber formado parte de su
cuerpo desde el día que nació. Apoyó la pequeña estaca en el primer escalón que
palparon sus pies y se dispuso a martillearlo como si la vida le fuera en ello.
Golpeaba frenéticamente hasta que el sonido se hizo más seco. ¡Había llegado
hasta las entrañas mismas de la madera carcomida!
Sin más preámbulos, se levantó sobre sus
rodillas e inició la ascensión llevado por los diablos. Pero el destino no
parecía estar por la labor. Cuando iniciaba la ascensión al segundo peldaño
sintió cómo le agarraban desde atrás. Presa del pánico, tiró más fuerte para
deshacerse de su enemigo, pero éste, con cada envestida, parecía adquirir más y
más fuerza. Un escalofrió recorrió su espina dorsal. Estaba perdido. Alguien
desde la oscuridad no estaba dispuesto a dejarle marchar. Lo último que pudo
recordar fue que todo su cuerpo empezaba a desinflarse como un globo de feria.
Finalmente… un pinchazo en el pecho.
Pasaron horas hasta que el decano de
guardia pudo bajar con un candil de mano. Los irresponsables muchachos habían
dado la voz de alarma cuando comprendieron que algo no marchaba bien. El tiempo
había pasado muy deprisa aunque pareciera lo contrario.
Cuando hallaron el cadáver de Henry,
descubrieron con asombro, que el clavo del infortunio había apresado las faldas
de la bata del muchacho. Un infarto fue el dictamen médico que resolvió los
interrogantes que quedaron por descubrir.
Los años pasaron y la leyenda de Henry
corrió como la espuma de mil maneras diferentes.
Cada año que sucedió al siguiente, los futuros licenciados se
jactaban, entre broma y broma, de ser capaces de superar al desdichado y
prometedor médico del sur.
CHARLES BLAKE