Hace ya unos años, cuando todavía podía permitirme comprar uno o dos libros de oferta por semana (Ay, qué tiempos!!), una compañera de trabajo de ese mismo año me pidió que le dejara un libro para uno de sus hijos mayores que por entonces estudiaba Derecho. El ejemplar en cuestión no era otro que "El Príncipe" de Maquiavelo; y muy premonitorio para lo acontecido después.
Pasaron los meses y no tuve más noticias del libro. Tal y como mi padre me enseñó, un libro debe regalarse pero nunca prestarse, y si así fuera el caso, la culpa de tal pérdida solo debe recaer en el que se atreve a "dejarlo". Sus palabras no terminaron de convencerme del todo. ¿Por qué debía uno rendirse así, sin más, y no recuperar al menos su dignidad?
Al año siguiente, coincidí con la señora y su consorte en un restaurante de mi ciudad y no pude reprimir los deseos de acercarme a saludar.
Tras unos: ¿cómo estás? ¡Qué bien te veo! de cortesía, introduje el tema como quien no quiere la cosa, sin darle mayor importancia:
¿Recuerdas el libro que te presté para tu hijo mayor?
¿Cómo? ¿de cuál me hablas?
Sí mujer, ¿No recuerdas? "El Príncipe". Imaginaba que podías haberlo olvidado. De otro modo, ya me habrías dicho algo...
Con aquellas diplomáticas palabras, el marido de la señora no pudo menos que intervenir. Era un hombre educado y correcto con tan solo ver como se expresaba:
Mujer, es cierto que el "niño" hizo un trabajo para la universidad el año pasado sobre Maquiavelo. Ahora mismo voy para la casa y lo traigo de vuelta a su dueño.
Un cosquilleo de satisfacción corría por mi cuerpo al tiempo que una mal disimulada zozobra agitaba las mejillas de mi ex compañera de trabajo.
¡Por favor!, dije con falsedad, no es molestia apresurarse. Quedamos otro día y el problema queda solucionado.
No faltaría más. Bastante demora se ha producido como apara alargarlo más emn el tiempo.
Ni una palabra más. A la hora de nuestra breve conversación, el pobre hombre, sin la compañía de su mujer, acudía al lugar para devolverme el ejemplar.
El camino de vuelta a mi casa lo hice con la satisfacción del que gana una batalla que se daba por perdida de antemano. Lo primero que haría sería llamar a mi padre y recordarle melodramáticamente que nada debe darse por perdido sin haber ofrecido antes resistencia.
Recuerdo que me dejé caer en el sofá con el todavía regusto de mi atrevimiento y sin compadecerme del más que probable disgusto de una mujer que debió pasar más vergüenza que alborozo por el reencuentro con un compañero.
El libro reposaba sobre la mesita del salón. Sus tapas lucían el mismo brillo de cuando lo compré. El instinto me hizo volver a dejarlo entre mis manos. Abrí sus hojas y..... ¡Demonios! Cada una de las páginas aparecía con fragmentos subrayados de un lápiz rojo que bien podía haberse utilizado como barra de labios. No había ni un solo tramo, donde el imberbe muchacho no hubiera dejado su impronta.
Es evidente que la llamada la dejé para mejores épocas, pero aquello sí me enseñó la lección de que a veces aunque puedas recuperar un libro, no siempre será con el mismo precio. Eso incluso podríamos extrapolarlo a otras cuestiones de nuestra vida y a más de uno/a le habrá pasado con una prenda de vestir, una película o un cd de música. Desde entonces, procuro no dejar un libro a nadie de mi confianza y cuando ocurre rara vez, me encargo de dejar muy claro que el libro ¡Ya tiene dueño!.
Este absurdo relato es totalmente verídico y viene a colación de la anécdota que he escogido para hoy.
Ya desde la Edad Media ocurrían este tipo de situaciones. La única diferencia estribaba en que los monasterios y templos del saber eran los encargados de "guardar" sus joyas entre paredes. Eso no era motivo para que los mismos sacerdotes y personajes del clero se dejaran tentar por lo ajeno.
Incluso en el año 1568, el Papa Pío V formuló un decreto para amenazar de sus actos a aquellos que incurrieran en tal delito. Desde entonces, Bibliotecas y lugares de culto ofrecían sus advertencias a la vista del visitante de rigor.
Sin ir más lejos, existe una inscripción en el
Monasterio de San Pedro, en Barcelona, que no deja lugar a dudas:
“Para aquel que robara, cogiera prestado o
no retornara un libro a su legítimo propietario, que se transforme en
una serpiente en su mano y se la desgarre. Que quede paralizado o todos
sus miembros malditos. Que sufra el dolor pidiendo en voz alta
clemencia, y que no se le permita recuperarse de su agonía hasta que se
descomponga. Permítase a los gusanos de los libros que roan sus
entrañas… y cuando vaya a alcanzar su castigo final, permítase que se
consuma eternamente en las llamas del infierno”.
No hubiera estado de más haber incluido tales palabras en mi famoso libro "rotulado", pero siempre consideré que la Iglesia se extralimitaba en mucha ocasiones a la hora de imponer sus códigos morales, y sería muy probable que el muchacho hubiera tenido pesadillas nocturnas durante su periodo universitario en caso de perder el ejemplar.
En fin, no sé que pensareis del asunto, pero por si acaso, mirad siempre dentro de un libro prestado y asumid las consecuencias en caso de pérdida, robo o deterioro (jejejeje).
CHARLES BLAKE